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Hundí los hombros como si un helor irreal se me colara por las costuras de la ropa, aparté los ojos de todo aquello que pudiera brindarme un reflejo mío y me extravié en un pasillo, uno cualquiera; me era indiferente hacia dónde me llevaran mis pasos. El lugar estaba vacío, tanto como mi interior. La mudez de todos aquellos libros me robaba el aliento, si bien intuía que lo que ciertamente me descomponía era mi propia vacuidad. ¿Qué cojones me estaba pasando?

«Te estás muriendo», dijo la impertinente voz de mi conciencia. Sentí deseos de gritar o de romper algo; me vi a mí mismo como una menopáusica que no se ha tomado su Lexatin.

Miré a mi alrededor. Tan solo encontré filas y filas de libros, cientos de lomos de colores que por sí mismos no me decían absolutamente nada. Todo había dejado de tener interés para mí.

Sin embargo, no podía quedarme ahí plantado como una estatua; debía hacer algo aparentemente productivo, de modo que hice lo que se supone que ha de hacerse en una biblioteca: coger un jodido libro y leer.

Ni siquiera me fijé en el que cogía. Los dedos de mi mano izquierda palparon un lomo estrecho y de color verde. Era una edición diminuta de Las flores del mal, de Baudelaire; su vecino, aún más esmirriado y de color amarillo claro, era Sombra del paraíso, de Aleixandre.

Había aterrizado en el pasillo dedicado a poesía. Fantástico.

Abrí el primer librito con la desgana de un bulímico. Mis ojos leyeron los versos de una página cualquiera, y el corazón se me constriñó aún más bajo las costillas cuando comprendí lo que estos querían decir:

Aquel que desee aunar en su místico acorde,

la sombra y el calor, la noche con el día,

jamás calentará su cuerpo paralítico

en ese rojo sol que llamamos amor.

Cerré el libro con tanta rabia que estuvo a punto de caérseme de las manos. ¿Por qué me enfadaba tanto? Había escogido la obra de un lunático. También yo parecía estúpido, coño.

No me molesté en colocar el libro en su sitio; simplemente lo abandoné sobre otros libros, rompiendo así su simetría. Me dije que la bibliotecaria esquelética de abajo seguramente me reprendería por mi dejadez, pero me la sudaba lo que pudiera decirme.

Estaba a punto de coger el de Aleixandre, con la vana esperanza de leer unos versos menos nefarios, cuando una sutil pero firme voz femenina me habló a mis espaldas.

—Disculpe, si es tan amable de apartarse...

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora