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Y el tiempo se nos acabó tan rápido que apenas pude agradecerle a Miguel Calasanz su atención y sus consejos. En apenas unos minutos varios estudiantes invadieron el diminuto despacho sin apenas darnos unos minutos. El profesor se despidió de mí atropelladamente antes de empezar a atender a sus angustiados alumnos; por lo que parecía, era la hora de las tutorías, y Calasanz resultaba ser uno de los favoritos de aquella universidad.

Tardé una eternidad en abandonar los vetustos laberintos del edificio y salir a la calle. El cielo tenía un impactante color pizarra y había comenzado a llover otra vez.

Me metí en el coche y regresé a casa con el limpiaparabrisas funcionando al máximo. No veía un pijo.

El silencio me abofeteó con saña cuando llegué a casa. Era un silencio hiriente y lleno de inquina.

Volví a hundirme en un abismo de desolación y de ira. Aquella ya no era mi casa, y mi corazón lo sabía. ¿Qué demonios quedaba allí para mí? Todas mis pertenencias cabían en dos maletas; no tardaría más que un rato en empaquetarlas y salir pitando de allí sin mirar atrás.

Durante unos mortificantes minutos acaricié la idea de fugarme, quieto en mitad del vestíbulo y con el desesperante tictac del reloj de la cocina taladrándome los sesos. El piso me parecía vacío y siniestro como una tumba sin cadáver.

Pues bien, yo no estaba dispuesto a ser el nuevo inquilino de aquella tumba.

Hacer las maletas. La expresión sonaba maravillosamente bien, una canción de sirena en mis oídos.

Eché a correr hacia mi estudio, pero no para encerrarme en él como era la costumbre, sino para buscar las maletas. Desde el verano pasado no había vuelto a pensar en ellas; en aquella ocasión las utilizaría por un motivo bien distinto. Iba a marcharme para no volver.

A fin de cuentas yo no tenía ninguna obligación legal de ocuparme de mi mujer. El niño no era mío, y por tanto no se me podría reclamar pensión alguna si Ana y yo nos divorciábamos. Y estaba claro que lo haríamos.

Saqué las maletas y las llevé a la habitación. Abrí ambas de par en par y las dejé sobre la cama. Empecé, como es lógico, con mis libros, mi ordenador portátil, mis cuadernos y mis preciosas plumas estilográficas. Después guardé mis discos de música y mis películas. Revisé luego mi ropa y escogí dos pantalones, cuatro camisas, dos pares de calcetines y algunos calzoncillos. No necesitaba nada más.

Finalmente saqué mi cartilla de ahorros del banco y la guardé cuidadosamente entre las películas y los discos.

Cerré las maletas y me las llevé al vestíbulo. Pesaban una tonelada entre unas cosas y otras.

Alcé la mano para palparme el bolsillo del jersey, donde encontré mi teléfono móvil. Sabía exactamente a quién llamaría para que me diera asilo: a mi cielo de tan breves días.

Sin embargo, antes de que pudiera marcar el número de teléfono de Nazaret, el aparato se puso a sonar con su habitual estridencia.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora