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Después de la última bronca con mi mujer, las cosas se enfriaron sobremanera entre nosotros. De alguna forma ella debía de saber que yo estaba rebelándome contra mi propia existencia, contra el abismo vital en el que me había sumergido sin darme cuenta. Me estaba rebelando contra mí mismo.

—Todavía es demasiado pronto para saber si es niño o niña —me comentó Ana uno de aquellos días de primavera—. La ginecóloga dice que puede saberse a partir de los dos meses de gestación.

«Dos meses. Dos malditos meses», pensé. El mismo tiempo que Calasanz había calculado para la publicación de mi novela.

La providencia, me dije, en ocasiones tiene un macabro sentido del humor.

—Me parece bien —mascullé sin muchas ganas, mientras mis ojos devoraban páginas y páginas de las Narraciones extraordinarias de Poe. Pese al tiempo transcurrido, seguían siendo unos relatos capaces de ponerle los pelos de punta a cualquiera.

Me encontraba enfrascado en la lectura por una mera cuestión de supervivencia: yo necesitaba escapar de mi casa y sobre todo de mi mujer. La lectura era uno de los modos más inocuos de conseguirlo.

—¿A ti qué te gustaría que fuera? —preguntó Ana, obcecada en sacarme de mi protector mutismo.

Chasqueé la lengua y la miré con frialdad; no podía olvidar la fea jugarreta que me había hecho con la alarma de mi móvil, y en consecuencia tampoco lograba actuar con normalidad.

—Un gas —contesté al final, en un tono tan venenoso que temí morirme con mi propia toxina—. Me encantaría que fuera un jodido gas, Ana.

Mi mujer puso unos ojos como platos y desencajó la boca para, acto seguido, estallar en llanto.

—¿Cómo puedes decirme eso y quedarte tan tranquilo? —balbuceó entre lágrimas—. No te reconozco, Lázaro. Ya no eres el hombre con el que me casé.

—Lo mismo puedo decir yo de ti —repuse, sin restar un ápice de dureza a mi voz o a mi semblante. Ya estaba cansado de jugar a ser el perdedor de todas las batallas.

—¡Yo no he cambiado!

—No, eso es verdad. —Cerré el libro de un manotazo y miré de nuevo a mi mujer con tanta ira como pude reunir—. Tú no has cambiado. Sigues siendo la misma zorra manipuladora con la que tuve la desgracia de toparme hace años.

Los sollozos de Ana se cortaron de golpe, como si yo mismo la hubiera propinado una bofetada capaz de arrebatarle el aire de los pulmones. Se quedó boquiabierta, atónita, petrificada. Su gesto me indicaba que no se creía lo que yo acababa de decir.

—¿Que yo soy...? —tartamudeó, enrojeciendo por momentos, no sé si de vergüenza, de cólera o de ambas cosas.

—Sí, eso es lo que eres—recalqué, notando que en mi interior renacía una especie de autoconfianza perdida hacía mucho tiempo—. Sin embargo da lo mismo lo que yo diga. Si has sido capaz de quedarte preñada para retenerme a tu lado, también podrás aguantar unos simples insultos, ¿verdad? Al fin y al cabo —añadí con toda la saña del mundo—, no son más que palabras.

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora