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Una increíble sensación de poderío me invadió de repente. Nazaret Alcázar me deseaba, no había duda posible, y yo la deseaba a ella con tal intensidad que me daba incluso miedo. Sí, estaba aterrorizado por lo que sentía, por la violencia de mis emociones.

Dios, la deseaba ardientemente, pero al mismo tiempo le tenía un temor irracional. ¿Cómo sería estar con Nazaret en la cama? No iba a irme a la tumba sin averiguarlo.

—Nazaret, ¿estás segura de esto? —pregunté, con la mirada clavada en sus iris, entre castaños y verdes.

—¿Y a mí me lo preguntas? —replicó ella, torciendo la comisura de la boca y formando un rictus burlón.

No pude responder. Mi pregunta no debía ser para ella, cierto, sino para mí mismo. ¿Estaba seguro de lo que quería hacer? A fin de cuentas no era ella la que tenía la obligación de serle fiel a otra persona. Nazaret no le debía exclusividad a nadie, ni siquiera a mí.

En cambio, yo estaba casado. Mi mujer no se merecía una traición semejante por mi parte, al menos que yo supiera.

Ana era buena y sacrificada, una persona ejemplar, siempre atenta a los detalles y preocupada por el bienestar de los demás. Por el mío no, claro, sino por el de su familia y sus amigas, las arpías feministas. Yo tenía que cuidarme solito. Era el hombre.

Por tanto, la decisión era solo mía. Era yo quien más tenía que arriesgar y que perder. Nazaret únicamente se debía a sus deseos. Yo me debía a mi vida en común con mi mujer.

A pesar del miedo y de las dudas que me corroían por dentro como tenias hambrientas, mi elección fue férrea, incuestionable, definitiva. El corazón eligió antes que la lógica, el deseo antes que la responsabilidad, la promesa de la libertad antes que el deber.

La imagen mental de Ana fue desapareciendo de mi cabeza a medida que me dejaba abrazar nuevamente por Nazaret. Sus pezones castaños volvieron a clavarse en mi pecho y sus largas piernas rodearon mis caderas. Al mismo tiempo, sus manos palparon mi entrepierna.

Debió percatarse de que tenía el miembro como una piedra. Se sonrió de medio lado. Era traviesa y daba miedo. Dios, daba mucho miedo. Y yo estaba absolutamente colado por ella. Rendido, muerto y renacido.

Un par de segundos después mis pantalones cayeron al suelo; ella se quitó los suyos, y ambos nos quedamos en ropa interior. Sus braguitas, a franjas negras y violáceas; sus ingles, cremosas y rosadas; sus rodillas, redondas y aterciopeladas... Todo en ella me hacía perder irremediablemente la cabeza.

Sus manos pasearon por encima de mis calzoncillos, acariciando mi pene endurecido. Gemí de placer. Nazaret metió la mano y comenzó a masturbarme. Su habilidad estuvo a punto de hacerme eyacular. ¿Realmente estaba sucediéndome todo eso a mí? ¿O acaso estaba soñándolo todo?

Se me ocurrió entonces tomar una suerte de tímida iniciativa. Tironeé de sus braguitas y dejé desnudo su pubis, perfectamente rasurado, suave, delicioso y muy mojado.

Parpadeé varias veces, incrédulo. Parecía imposible tener tanta belleza delante de las narices.

Pero aquello era muy real.

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora