Nazaret me contempló ceñuda, como si no alcanzara a comprender del todo cuál era la naturaleza de mi declaración.
—Lázaro, ¿de qué me estás hablando? —preguntó, sinceramente desconcertada.
—De ti y de mí. —Le cogí de ambas manos y las apreté entre las mías—. De nosotros, Nazaret. No estoy dispuesto a compartirte con nadie.
—No sabía que fueras tan celoso.
—No lo soy —dije, tan ceñudo como ella—, es solo que no puedo soportar... —Tuve que detenerme y pensarlo bien. ¿Cómo podía decir lo que se me pasaba por la cabeza sin parecer infantil?
No lo sabía.
Ella continuó con los ojos adheridos a los míos, nutriéndose de mi expresión angustiada, del sufrimiento que se insinuaba en mi rostro.
—¿Qué es lo que no puedes soportar? —preguntó, bajando el tono de voz hasta convertirlo en un susurro.
Tenía que encontrar las palabras idóneas. Sabía que existían, pero no dónde. Estaba perdido en un monumental marasmo.
—Yo estoy casado —barbullé, sintiéndome torpe como un maldito paralítico.
—¿Y eso qué tiene que ver con...?
—Espera —la interrumpí, levantando una mano y acariciando su mejilla izquierda—, déjame continuar.
Ella se mordió el labio inferior, bajó un segundo la mirada y guardó silencio, invitándome así a seguir hablando.
Hice un esfuerzo por continuar. Apreté los ojos con fuerza y despegué los labios. De mi boca escapó un suspiro que parecía de cansancio.
—No puedo soportar que juegues con otros hombres, que ellos se masturben contigo y tú con ellos —expliqué, con la voz trémula como si estuviera a punto de llorar. En realidad, la voz me temblaba de pura rabia—. Aunque sea de manera virtual, tú no puedes... —Me detuve de nuevo, falto de aire en los pulmones. Estaba siendo muy injusto, y lo peor es que caí en la cuenta de ello a medida que hablaba—. No puedes hacerlo si estás conmigo. No lo aguantaría.
Nazaret no hizo ni dijo nada por espacio de unos segundos inacabables, torturantes. Se quedó inmóvil e inexpresiva como una estatua de jardín en mitad del arroyo.
Traté de leer su semblante, escudriñar los pensamientos que se reflejaban en su mirada, pero mis intentos fueron en vano: Nazaret Alcázar era una suerte de crop circle cuyo mensaje nadie conseguía descifrar. Su interior era tan incognoscible como la vida después de la muerte.
—Pero también me doy cuenta de que soy el menos indicado para decirte esto —añadí, la cabeza gacha y el ánimo cada vez más y más decaído—. Si yo no dejo a mi mujer, lógicamente tú no tienes por qué dejar de jugar con esos hombres. Lo mío es mucho más grave. No tendrías por qué aguantarlo si no quisieras. Es solo que...
—No tienes motivos para ir con tanto cuidado, Lázaro —dijo Nazaret con una calma abrumadora—. No eres ningún machista, ni tampoco creo que se trate de una reacción pueril. Hasta cierto punto es lógico que te enfades.
—Te estoy pidiendo que limites tus libertades personales —comenté, apesadumbrado—. ¿Es que eso no te parece machista?
—No —respondió ella regalándome una tierna sonrisa—, me parece muy romántico.
ESTÁS LEYENDO
Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...