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Todo lo que aparecía ante mis ojos me parecía bello y luminoso. El sol de primeros de marzo barnizaba los campos verdes y las arboledas de un glorioso color dorado muy propio de la primavera.

Mi urgencia por ver a Nazaret no me impidió disfrutar del paisaje, renacido tras un invierno frío, lluvioso y gris.

Los herbazales se mecían con parsimonia a merced de un viento suave y aromático. En la inmensidad del cielo flotaban unas pocas nubecillas blancas.

Sin embargo, las ganas de reunirme con mi preciosa mujer de los libros me llevó a pisar más fuerte el pedal del acelerador. En la radio de mi coche sonaba Diamond Dance de Bill Douglas, una bonita melodía de aire celta que decía muy bien cuál era mi estado de ánimo.

Llegué a El Arrayán silbando la dichosa canción. Atravesé la plaza más rápido de lo que debía y pasé varias calles de largo, hasta salir del pueblo. La calle Oidor, aquella serpenteante carretera de grava cuyas curvas yo había aprendido de memoria, se me desveló como un camino al paraíso.

Después, la encantadora casa de Nazaret apareció entre árboles y cañaverales, más allá del riachuelo y del puente de piedra.

El coche quedó aparcado a unos metros del edificio, a la sombra de un enorme y frondoso serbal que ya estaba cuajado de flores blancas como la nieve.

Como tantas otras veces, Nazaret parecía estar esperándome. Se encontraba en el jardín, disfrutando del sol de marzo.

Mi corazón dio un salto al verla allí, rodeada de flores espectaculares. Había hortensias azules y blancas, rododendros rosáceos, gardenias de flores marfileñas y algunos rosales con rosas anaranjadas.

Nazaret vestía una camisola amplia y translúcida de color nácar, con mangas bordadas en oro y negro. Llevaba un colgante de madreperla al cuello y algunas pulseras en las muñecas, las piernas desnudas y unas bonitas sandalias de cuero en los pies.

Por lo que pude observar, jugueteaba con un gato blanco y negro que se esfumó nada más verme aparecer.

—¡Nazaret! —grité a pleno pulmón. Ella se olvidó rápidamente del gato y se volvió hacia mí con una sonrisa fulgurante en los labios—. ¡Me lo han aceptado! ¡Vamos a publicar mi novela! ¡Vamos a publicarla!

Nazaret abrió la boca en un gesto de sorpresa. Extendió los brazos y emitió tal carcajada que hizo que algunos pájaros salieran volando, espantados.

Eché a correr hacia ella y la abracé, entre besos apasionados y caricias fogosas. Estaba tan eufórico que la alcé en volandas y giré como una peonza, con ella en el aire. Sus risas eran música celestial en mis oídos.

Cuando volví a dejarla en el suelo le devoré los labios, el rostro, el cuello. Ella correspondió con creces.

Una única palabra sonaba en mi cabeza como un repique de campanas: «¡Gracias, gracias, gracias!». 

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora