Nada más salir del hospital y abandonar el ambiente opresivo que reinaba allí, decidí no regresar a casa, al menos en unas cuantas horas; lo que le había dicho a Mateo era lo suficientemente grave como para, mínimo, desaparecer durante el resto del día. Ya se encargarían los miembros de mi queridísima familia política de brearme con llamadas y mensajes de WhatsApp cuando se percatasen de mi ausencia.
Mi primer pensamiento tras respirar el aire límpido del mediodía fue ir inmediatamente a El Arrayán. Mi necesidad de ver a Nazaret se estaba volviendo continua, creciente, en ocasiones imperiosa. Un enamorado, creo, siente siempre la urgencia de estar con la amada, de sentir su ternura, su cariño, de percibir su comprensión y resguardarse en la seguridad de su alma.
Estaba prácticamente decidido a ir cuando el rostro bondadoso de Miguel Calasanz se materializó en mi mente. El hombre sonreía con su particular afabilidad y me decía algo incomprensible.
El instinto me dijo de inmediato que no era a Nazaret a quien debía visitar aquel día, sino al bueno del profesor. Quizá no tuviera nada que decirme, o quizá sí; con Miguel Calasanz nunca se sabía. Lo que sí estaba claro era que sacaría alguna enseñanza valiosa habláramos de libros o del tiempo. Incluso charlando sobre un tema trivial, el profesor me proporcionaría algo en lo que pensar.
Aparqué el coche en las inmediaciones de la facultad y llegué andando al monumental portón de entrada, de roble macizo. Varios grupos de estudiantes iban y venían cansinamente, como a merced de la simple inercia; la mayoría no me lanzó ni una mirada.
Recordaba perfectamente dónde se encontraba el minúsculo despacho de Miguel Calasanz y me dirigí a él como una bala. Allí, perdido en un dédalo de galerías, aulas y despachos, percibí en el aire un suave perfume a papel viejo y a hojas secas, como si los olores de un otoño inexistente se hubieran colado entre las grietas de aquellos imponentes muros.
A medida que me iba acercando a la madriguera del profesor las riadas de jóvenes se fueron quedando atrás; para cuando llegué, la zona estaba completamente desierta. Nada se oía, salvo el cadencioso golpeteo del corazón dentro de mi pecho.
Sonreí sin saber bien el porqué. ¿Era de verdad posible que en aquel lugar me sintiera más cómodo que en mi propia casa?
Cuando ya pensaba llamar a la puerta del despacho algo me detuvo. Al otro lado se escuchaba una dulcísima melodía que logré identificar al momento: la Canción a la luna, de la ópera Rusalka, de Dvorák. La interpretaba una soprano de voz exquisita.
Tuve que hacer un esfuerzo por contener el llanto. Supe entonces que acababa de hacer lo correcto.
Conteniendo el aire en los pulmones, alcé la mano y llamé suavemente a la puerta.
ESTÁS LEYENDO
Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...