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Nazaret continuó llevándome de paseo por toda la finca durante el resto de la mañana. Ninguno de los dos parecía tener en cuenta que el tiempo corría en nuestra contra, y que yo pronto tendría que marcharme si no quería hacer sospechar a mi mujer.

Para mi alivio y alegría, no nos dio por hablar de ella. En aquel pequeño y bucólico rincón del mundo solo debíamos existir Nazaret y yo; nadie más tenía derecho a entrar en nuestro paraíso secreto.

La verdad era que me asombraba la generosidad de Nazaret. Aun siendo consciente de que yo estaba casado, me ofrecía un lugar que solo le pertenecía a ella. Me estaba dando una parte muy importante de su existencia. Por eso me asombraba su temple, su independencia, su forma de pensar y de ser.

Estaba seguro de que le dolía mi condición de hombre casado, pero era ante todo una mujer orgullosa capaz de tragarse la bilis más amarga solo por no parecer débil. Mostrarle los sentimientos a la persona equivocada puede representar una oportunidad para el mal.

De esa manera descubrí que Nazaret Alcázar lo que hacía era protegerse. Protegía su corazón de algo o de alguien. Se protegía del mundo y, aunque parezca complicado, también se protegía de sí misma.

Mientras caminábamos por la orilla del arroyo, ella me explicaba nimiedades de la casa y de la finca, de sus anteriores dueños y de lo que había tenido que hacer para adecentarlo todo. Yo era incapaz de perder la atención ni un instante, porque sus palabras, fueran las que fuesen, me fascinaban.

Y entre tanto nos acariciábamos, nos devorábamos con los ojos, nos sonreíamos. De vez en cuando nos deteníamos y, entre besos y lametones, nos fundíamos en abrazos cargados de pasión y de ternura. Nos estábamos comportando como dos tortolitos atontados. Al menos yo me sentía así.

Cuando pasó el mediodía volvió a llover. La bruma mañanera se evaporó en el aire y un aguacero gélido nos obligó a regresar al interior de la casa, de nuevo empapados.

A punto estuve de levantarla en volandas y llevármela a la habitación. No podía dejar de besarla, de acariciarla, de reverenciarla.

De pronto reparé en la hora que marcaba el reloj del salón: las dos y media. El tiempo se me había echado encima.

Los nervios me bailaron por todo el cuerpo junto con una profunda frustración. Todo lo que yo deseaba en aquel momento era quedarme con Nazaret y hacerla mía. Hacerla mi mujer. Ella tenía que ser mi mujer. De alguna manera, Ana había dejado de serlo. Era mi esposa, no mi mujer.

Aunque los términos «esposa» y «esposas» no proceden etimológicamente de la misma palabra latina —ya que una procede de sponsus y otra de esposa—, yo me sentía atado a Ana, inmovilizado con unas esposas invisibles e incapaz de liberarme de ellas.

—Ana no tardará en volver a casa —murmuré, doliéndome en el alma cada palabra que salía de mis labios—. Será mejor que esté allí antes de que aparezca.

Nazaret no compuso expresión alguna. Se limitó a asentir con la cabeza y a torcer la comisura de la boca.

Supe que sufría. Y sufría de veras.

Un ligero temor me invadió de golpe.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora