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El aparato soltó en mis manos un tercer ruidito tan agradable, sutil e irritante como los dos anteriores.

Todo escritor de pura cepa es, por naturaleza, cotilla e incluso entrometido, todo un investigador cuando algo le llama particularmente la atención.

Si bien a mí nada relacionado con Ana me despertaba curiosidad desde hacía meses, debía admitir que aquello me intrigaba sobremanera. Nunca hasta entonces había oído un tono de notificación semejante.

Mi curiosidad de escritor me exigía averiguar de qué se trataba.

Me mordí el labio inferior, molesto, cuando comprobé que no podría ver de qué se trataba. Ana tenía activado el bloqueo; nadie, excepto ella, que conocía la combinación para desbloquear, podría verlo.

Un cuarto sonido. Empezaba a resultar un incordio, de modo que volví a enterrar el cacharro bajo el jodido cojín, procurando dejarlo bien hondo para evitar que continuara haciendo ruido.

Ya que estaba solo en casa, al menos procuraría no desaprovechar el momento. No iba a perder más el tiempo con aquella tontería.

Ya estaba ni a medio camino del estudio cuando oí un tintineo de llaves al otro lado de la puerta de entrada.

Ana acababa de llegar.

Estiré el cuerpo como si de pronto me hubieran metido un palo por el culo, al tiempo que la boca se me resecaba. La saliva se me puso de un mal sabor incomprensible.

La puerta cedió hacia adentro y por ella entró Ana, dando tumbos como una cosa tonta.

—Hola, cariño —me saludó, entrando y cerrando la puerta tras de sí—. Ya estoy en casa. —Dejó escapar entonces un desagradable resoplido en el que se insinuó un eructo—. Me parece que he vuelto a beber demasiado.

—Por mí puedes continuar haciéndolo —gruñí de repente, movido por la rabia—. Si sigues así muy pronto vas a matar al niño.

Brutal. Ana estaba borracha, sin la menor duda, pero no tan borracha como para no captar la maldad de mis palabras.

Abrió los ojos desmesuradamente tras sus gruesas gafas de pasta negra, desencajó la mandíbula y se dispuso a gritarme; sin embargo, no pareció encontrar nada hiriente que decirme, y en su lugar emitió un acuoso y etílico eructo.

Sé que está mal decirlo, pero en aquel momento mi propia mujer me dio vergüenza. Cuando Ana bebía, su estado de embriaguez la rebajaba a la categoría de poligonera barata.

Lo que no me entraba en la cabeza era cómo podía atreverse a ingerir alcohol embarazada como estaba.

Su absoluta irresponsabilidad al respecto me crispaba los putos nervios.

—¿Has visto mi móvil? —barbulló, mirando a su alrededor como si el aparato fuera a aparecer allí mismo, flotando ingrávido en el aire—. Creo que me lo he dejado aquí antes.

—No sé dónde está —mentí con total descaro—. Búscalo tú misma. No estará muy lejos.

Ana movió los labios mientras peleaba por pensar con cierta claridad, pero yo di media vuelta y huía mi estudio, presa de una cólera que ya me resultaba muy difícil contener.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora