Observé los campos verdes y las espesas arboledas a través de la ventana, junto a Nazaret. La lluvia arreciaba. A lo lejos se oyó un trueno cavernoso que tardó varios segundos en desaparecer. El aguacero caía a plomo.
Permanecimos callados unos minutos, aparentemente disfrutando del silencio que nos envolvía en un cálido abrazo. Sin embargo no era el agradable silencio de dos amigos que no necesitan decirse nada, sino un silencio tenso que podía preceder a una tempestad. Nazaret y yo teníamos muchas cosas que decirnos, pero por alguna razón las palabras no fluían entre nosotros. Me daba cuenta de que se había alzado un muro invisible que no nos dejaba sumergirnos en el espacio vital del otro.
Sentí tristeza, una tristeza honda y machacona que, sin embargo, pronto le cedió el paso a un fuerte sentimiento de rebeldía. ¡No había llegado tan lejos para ver ahora cómo todo se iba al carajo! Entre Nazaret y yo tenía que haber un puente, y no un muro infranqueable.
—No he dejado de pensar en ti durante todos estos días —musité, sin apartar los ojos de la cortina de agua que caía tras los cristales de la ventana. Un nuevo trueno los hizo retemblar.
No sabía qué otra cosa podía decir para romper el hielo. Las cosas se habían clarificado entre ella y yo; tenía que haber una manera de conectar.
—Yo también he estado pensando mucho en ti —dijo, volviéndose hacia mí y mirándome de una forma que logró convertir mis huesos en gelatina.
Me sonreía con un cariño inmenso, con una terneza que jamás había visto en mi mujer. Ana me veneraba como a un dios bajado del cielo; en cambio, Nazaret me miraba como a un hombre, un simple hombre que, sin embargo, tenía la llave de la felicidad en sus propias manos. Me miraba como a un amigo, a un amante, a un aliado. Como a un igual.
Ana se anulaba a sí misma cuando estaba conmigo, pero Nazaret brillaba con su propia luz. En su semblante también había adoración, pero era la adoración de quien sabe lo que vale y no necesita apagar la luz de otros. Ella y yo éramos dos luces brillando en la oscuridad.
Mi mujer me seguiría hasta el fin del mundo si yo se lo pedía, pero Nazaret nunca variaría su propio rumbo por nada ni por nadie, solo si ella misma, por su propia voluntad, decidía hacerlo. Si mi rumbo y el suyo resultaban ser el mismo era solo por coincidencia o por pura diversión.
Nazaret era libre, y así la quería; libre como anhelaba serlo yo.
El corazón se me puso a cabalgar en el pecho, golpeteando violentamente mis costillas.
—¿Te gusto, Nazaret? —me lancé a preguntar.
No me contestó. No hizo ninguna falta. Suspiró y después se acercó tanto a mí que sus pechos, no muy grandes pero redondos y llenos, rozaron mi torso.
Cuando levantó la mirada me sonrió. En sus ojos brillaba una luz rojiza, cáustica, arrolladora.
Y entonces, sin que yo opusiera la más mínima resistencia, se puso de puntillas y me besó en los labios.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...