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A lo largo de los días siguientes estuve sumido en una especie de semiinconsciencia que me permitía alimentarme cuando tenía hambre y acostarme cuando tenía sueño, pero nada más. Mi mente se negaba categóricamente a funcionar a su ritmo habitual, de forma que me era imposible comprender y aceptar la durísima realidad.

Nazaret Alcázar había muerto, y mi alma parecía haber muerto con ella. El corazón se me había roto en pedazos. El paso del tiempo me la traía sin cuidado, y el presente y el futuro ya no tenían para mí ninguna importancia.

La casa estaba vacía y sin vida. Percibía su calor, su energía, su presencia luminosa e invisible, y sin embargo ella ya no estaba allí. Nada de ella quedaba entre aquellos muros.

Ana estuvo llamándome a cada momento, tratando en vano de contactar conmigo. Todo fue inútil; no deseaba hablar con nadie que no fuera yo mismo, ya que además le pedí por teléfono al subteniente Molinero que me diera unos días libres para descansar. Mi compañero, Alonso, debió de intuir que algo horrible había ocurrido, y me mandó varios mensajes de WhatsApp preguntándome las razones de mi ausencia. Tampoco a él le quise dar explicación alguna.

A nadie le importaba. Aquel dolor era solo cosa mía, y de nadie más. Compartirlo con alguien me parecía un insulto a la memoria de Nazaret. El mundo entero, con su ofensiva indolencia y su ensordecedora cotidianidad, me irritaba de tal manera que anhelaba esconderme y desaparecer para el resto de mis días.

Cuando yo muriera, al fin y al cabo, nadie lloraría ante mi ataúd.

Sin embargo había una persona que sí merecía mi respeto y mi amistad.

—¿Hace cuánto que no sales de aquí, Lázaro? —me preguntó Miguel Calasanz en tono de preocupación cuando le abrí la puerta.

Supuse que debía tener un aspecto lamentable, sin duchar, sin afeitar y con la misma ropa puesta desde hacía días.

—No he salido desde el entierro de Nazaret —respondí de mala gana, dándome media vuelta y caminando a zancadas por el vestíbulo, rumbo al salón.

—De eso hace ya quince días —puntualizó el profesor, yendo tras de mí como un perro de presa—. Muchacho, tienes que vivir un poco.

—De momento no me interesa lo más mínimo.

—Es comprensible —comentó el profesor, adoptando un curioso gesto de indiferencia—, pero yo no transformaría un lugar tan hermoso como este en una tumba. Sinceramente, pensaba que habrías aprendido algo de todo esto.

—¿Y qué espera que haga? —repliqué en mi defensa, encogiéndome de hombros—. He perdido al amor de mi vida. ¿Acaso cree que voy a olvidar a Nazaret de un día para otro? ¿Tan insensible le parece que soy?    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora