Ana había salido de la inconsciencia, o al menos eso fue lo que Mateo me dijo al otro lado del maldito teléfono móvil. Me dieron unas ganas tremendas de lanzar el cacharro contra una pared y convertirlo en confeti. ¡Con cuánta prepotencia me había tratado siempre aquel viejo energúmeno!
Sin embargo lo único que se me ocurrió decir, más por pereza que por convencimiento, fue que trataría de ir cuando realmente pudiera.
Cuando corté la llamada comencé a buscar el número de teléfono de Nazaret Alcázar en la lista de contactos. No estaba demasiado seguro de que ella quisiera acogerme en su casa por tiempo indefinido, pero era mi única opción y debía probar suerte.
Me detuve casi a punto de pulsar el botoncito verde que indicaba llamada. Sopesé de pronto cuál iba a ser mi manera de actuar a ojos de Ana y de mi odiosa familia: pretendía huir como un cobarde, como un inmaduro, como el estúpido irresponsable que Mateo creía que era.
Si abandonaba a mi mujer precisamente ahora, sin ofrecer ninguna justificación, mi culpabilidad estaría muy clara. Ana se convertiría en la pobre víctima de todo aquello y yo en el marido egoísta que prefería morirse de hambre debajo de un puente antes que asumir las consecuencias de sus actos.
Caer en la cuenta de eso me llenó de rabia. Me guardé el móvil en el bolsillo del jersey, meditando mientras tanto lo que haría cuando regresase al hospital. Debía volver y dar la cara.
«Después te llamaré, preciosa mía», pensé, con el dulce rostro de Nazaret bien vivo en mi mente y en mi corazón.
Saqué las maletas al rellano de la escalera y miré una única vez a mis espaldas; si me dejaba algo allí ya no volvería para buscarlo. No vacilaría ni tendría miedo nunca más.
Esperaba, por otro lado, que Ana tuviera la dignidad suficiente como para no intentar comunicarse conmigo cuando regresase a casa y no encontrara de mí más que meros rastros.
Ella había intentado atraparme, y yo, lógicamente, echaba a correr en dirección contraria. Ignoraba hacia dónde me llevarían mis pasos, pero me daba lo mismo. Quería perderme de una puta vez en la maravillosa vorágine de una vida libre, una vida en la que, por supuesto, se encontrara Nazaret Alcázar.
Me relamía solo de pensar en la posibilidad de que ella me permitiese quedarme en su casa. ¿Tendría algún inconveniente en que viviéramos juntos?
Yo continuaría trabajando en el bar de la residencia, pero pronto le pediría al subteniente Molinero que me cambiara el turno de manera permanente para no tener que ver a Mateo, y por supuesto gran parte de mi sueldo iría a parar a la casa de Nazaret, a nuestra vida en común. No pretendía quedarme a vivir allí sin aportar ni un duro. Eso Nazaret debía tenerlo bien claro.
Le explicaría todas estas cosas a conciencia y, si era preciso, me pondría de rodillas para suplicarle refugio.
Pero antes tendría que resolver un asunto importante.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...