Mateo y los demás ya se habían marchado cuando yo regresé al hospital. Al llegar me asaltó de nuevo aquel insufrible hedor a productos farmacológicos y a muerte dulce, la misma peste almibarada que flota en las morgues y en las residencias, y que yo había aprendido a detestar con toda mi alma.
Avancé por el largo pasillo notando a cada paso crecer en mi interior una rabia sorda, un deseo visceral de comportarme allí dentro como el ser libre y salvaje en el que anhelaba convertirme desde que había conocido a Nazaret Alcázar. Ella me había ayudado a renacer para, después, hacerme comprender mis propias ansias de liberación. Me había abierto los ojos a la verdadera naturaleza de mi existencia, una naturaleza de la que yo no había sido del todo consciente. Incluso en ese aspecto mi mujer me había anulado.
Al llegar a la habitación donde tenían alojada a Ana me asomé sin mostrar expresión alguna. Todos mis sentimientos se habían enfriado, o peor aún, marchitado y convertido en polvo.
Encontré a mi mujer tumbada en la cama, con el rostro lívido y los ojos cerrados, oscuros debido a las ojeras. Tenía el pelo grasiento y sin peinar, los labios blancuzcos y agrietados, la respiración tenue. De no estar enterado de lo ocurrido, habría jurado que le habían propinado una buena paliza.
Emití un carraspeo para hacerme notar. Ella volvió el rostro hacia mí y perfiló una sonrisilla débil y enfermiza.
—Hola, amor mío —musitó, enormemente aliviada.
Solté un improperio para mis adentros. ¿Había dicho amor mío? El desgraciado de Mateo no le había dicho nada a su hija, seguramente temeroso de toparse con una verdad demasiado amarga. En fin, aquél no era mi problema. Bastante encima tenía ya como para preocuparme por lo que aquella gentuza pudiera pensar.
En principio quise entrar en la habitación y situarme junto a Ana, pero una fuerza en apariencia ajena a mí me lo impidió; lo único que pude hacer fue quedarme en el umbral de la puerta, estirado como un garrote y con cara de vinagre.
—No tienes muy buen aspecto, cariño —comentó, borrando la sonrisa de su rostro—. Sé que he debido darte un buen disgusto, y lo siento. Me he comportado como una imbécil.
—No, no me has dado ningún disgusto —discrepé, en un tono tan distante que hasta a mí me dejó impresionado—. De hecho me has brindado la oportunidad que estaba esperando.
—¿A qué te refieres? Yo no he...
—He venido para despedirme de ti —dije de golpe, con la placidez y el aplomo de quien sabe que está haciendo lo correcto.
Ana me contempló con el gesto desencajado.
—No puedes estar hablando en serio.
—No he hablado más en serio en toda mi puta vida, Ana. —Me sentí tentado de apartar la mirada, pero no lo hice. Nunca más volvería a tener miedo—. Te abandono. Es así de sencillo.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...