Si podía ejemplificarse la auténtica felicidad de alguna manera, sin duda elegiría aquella noche.
Nazaret y yo preparamos juntos una cena deliciosa. Hicimos unos pimientos en salsa de queso y comino, y unos canapés de anchoa y albahaca.
Y mientras tanto la preciosa melodía de Human Touch de Bruce Springsteen calentaba dulcemente nuestros corazones como nunca podré olvidar.
El maravilloso aroma de los pimientos verdes y el comino inundaba el aire. Yo no podía dejar de sonreír, de hacer bromas, de acariciar a Nazaret usando cualquier excusa. Le azotaba el trasero y le hacía cosquillas, y ella simulaba enfadarse y respondía con besos y pequeños cachetes.
La sombra de mi mujer y de mi odiosa vida anterior ya no podía alcanzarme; a partir de aquel momento el presente y el futuro serían exactamente tal y como yo lo deseara. Ni más ni menos. El porvenir más inmediato se presentaba muy prometedor.
Nazaret me propuso entonces cenar en el invernadero, y yo accedí con mucho gusto. Era la primera vez que cenábamos juntos como una pareja normal y corriente, como dos enamorados para los que el futuro está lleno de luz y de felicidad.
Así pues cenaríamos en el mismo corazón de la casa. ¿De veras podía pedir más?
Ella preparó una mesa de ensueño, con copas de cristal de Murano y velas de aroma a lavanda. Después abrió los postigos del invernadero y se asomó al oscuro exterior. Yo me acerqué a ella y miré también. No había estrellas fulgurando en el cielo, sino un plomizo manto de nubes de las que se escapaba un matapolvo neblinoso y frío.
El frescor de la noche llenó el espacio, haciendo titilar las llamas de las velas. Una de ellas se apagó al soplo de la brisa.
—Eso es maravilloso, Nazaret —musité, con la mirada puesta en la grisácea cortina de lluvia que caía apaciblemente desde lo alto—. Todo lo que siempre he deseado lo tengo aquí, al alcance de mi mano. Te tengo a ti, y tengo el amor que me ha faltado durante años. Gracias a ti voy a publicar mi primera novela por todo lo alto, he roto con mi mujer y con lo que me impedía ser feliz, y ahora se presenta ante nosotros un futuro inmejorable.
—Sí —afirmó Nazaret, sonriendo con gesto ensoñado—, eso parece.
—Tengo tanto que agradecerte que realmente no sé por dónde empezar.
—A mí no tienes por qué agradecerme nada. —Se volvió hacia mí y me dedicó la más tierna y adorable de las sonrisas. Después me cogió suavemente de ambas manos y añadió—: No he hecho gran cosa por ti. Solo ha sido un pequeño empujón. Ahora eres tú quien ha de tomar las riendas de su propia vida. No puede ser de otro modo.
Cuando por fin nos sentamos a cenar tuve la horrible sensación de que acababa de decir más de lo que en principio parecía.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...