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Al cabo de unas horas de mortificante espera fue a buscarnos un médico panzón de cara amable que se presentó como Ernesto Jiménez, el mismo individuo que me había llamado por teléfono aquella misma mañana.

—¿Familia de Ana Barral? —preguntó.

Nos acercamos a él haciendo aspavientos con las manos, las caras desencajadas y el pulso a mil por hora.

—Somos nosotros —indicó Mateo en tono áspero. El viejo era maleducado hasta cuando se le comía la preocupación.

El doctor Jiménez emitió un suspiro lento y pesado, mientras bajaba los ojos y repasaba unos informes que llevaba en la mano. Parecía profundamente abatido.

—La señora Barral está estable, gracias a Dios —comentó en tono confidencial—. En cuanto al feto, es muy pronto para saber si sufrirá alguna secuela. Aún no está formado y por tanto ignoramos el estado en el que se encuentra. No ha sufrido un aborto de puro milagro. El coma etílico severo durante el embarazo es letal para el bebé.

Nos miramos los unos a los otros, confusos, ateridos de frío y de miedo. Ana estaba bien, pero ¿qué había del niño?

—¿Qué le han hecho a mi hija? —quiso saber Mateo con algo de brusquedad.

—Lavado de estómago y rehidratación —contestó el doctor, obviando deliberadamente el tonito exigente de Mateo—. Llegó inconsciente al hospital con dos amigas que tampoco estaban demasiado bien. A propósito —añadió, mirando extrañado en derredor—, ¿dónde están?

—Aquí no, desde luego —mascullé, sintiendo que la cólera bullía en mis vísceras.

Carlota y Claudia. Las dos habían huido como cobardes nada más dejar allí a mi mujer. Ellas, por supuesto, sabían que el bebé no era mío, pero las muy hijas de puta estaban conchabadas con Ana para hacerme creer que sí. Habían salido por patas para no vérselas conmigo y no tener que disimular. Yo iba a ser el tonto útil.

Pues bien, el secreto no había durado mucho. Ya me había enterado de todo.

La evidencia me hizo esbozar una sonrisa venenosa.

—¿Por qué coño sonríes? —preguntó Mateo, observándome con asco.

Todos se me quedaron mirando, incluido el doctor Jiménez.

—Porque acabo de darme cuenta de una cosa —contesté. Y antes de que nadie pudiera preguntarme de qué se trataba, añadí—: Me largo de aquí.

—¡Lázaro! —ladró Mateo, tan furioso como atónito—. ¿Ahora precisamente piensas irte?

—Señor Montoya, su mujer... —dijo el doctor Jiménez, algo confundido.

«Ana no es mi mujer.»

—Su padre y su hermana, aquí presentes, estarán con ella —le interrumpí, con una voz tan cruda que incluso a mí me pareció excesiva—. Yo no aguanto los hospitales. Trataré de venir mañana, cuando esté de mejor ánimo.

Di unos pasos largos y seguros por el pasillo, pero la voz autoritaria y seca de mi suegro me detuvo.

—¡Lázaro! —volvió a exclamar—. ¡No se te ocurra moverte de donde estás! ¡Son tu mujer y tu hijo los que están ahí dentro! ¡Eres un jodido irresponsable!

Me volví hacia él ensanchando ferozmente la sonrisa.

—Estás muy mal informado, suegro —comenté, lenta y sibilinamente como un loco peligroso—. Ese niño no es mío. Pregúntale a la zorra de tu hija cuando la veas. 

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora