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—Ludmila Cervinková —dijo Miguel Calasanz con una de sus plácidas sonrisas, instantes después de dejarme entrar en el despacho y saludarme afectuosamente. Su mano estaba fría como la de un cadáver cuando se la estreché.

En el aire flotaba un delicioso aroma a café recién hecho, a libros viejos y a cardamomo.

—¿Disculpe? —pregunté, extrañado.

—Ludmila Cervinková —repitió el profesor en el mismo tono parsimonioso, sin alterarse un ápice ni manifestar impaciencia—. Es la soprano que canta. —Hizo un ampuloso gesto con una mano, señalando el pequeño aparato de música que tenía sobre el anaquel de una de las estanterías—. Tiene una hermosa voz, ¿no cree?

—Muy hermosa, profesor.

—Esta grabación —comentó el hombre, como ensimismado— está hecha en mayo de 1952 al cargo del Teatro Nacional de Praga. —Se aproximó entonces al aparato y le apretó una serie de botones; el despacho quedó en silencio. Después clavó sus oscuros ojos en mí y se encogió de hombros, esperando a que yo dijera algo—. Me alegra que haya venido a visitarme. Siempre es un consuelo que los buenos amigos se acuerden de uno.

Sentí un agradable calorcillo en el estómago al oír aquello. Miguel Calasanz me consideraba un buen amigo, y eso me llenaba de un orgullo difícil de expresar con palabras. Por Nazaret sabía, sin embargo, que aquel hombre era bueno y humilde, uno de esos seres humanos llenos de luz y de caridad que están actualmente en peligro de extinción. Y yo me daba cuenta de que era afortunado por contar con su amistad.

—Usted es para mí mucho más que eso —confesé, emocionado—. Por eso precisamente he venido. Necesito hablar con alguien en quien pueda confiar.

La expresión facial del profesor se oscureció un instante, como si mis palabras le hubieran perturbado y generado una serie de dudas.

—Bien, muchacho —dijo con un suspiro de resignación—, yo encantado. Te ayudaré en lo que pueda. —Hizo un leve paréntesis—. Presiento que hay cosas que te atormentan.

Esa vez fui yo quien guardó silencio. Calasanz era bondadoso, pero también inquisitivo y artero; sabía perfectamente qué tipo de persona era la que tenía delante y, en consecuencia, medía sus palabras a la perfección, sin por ello caer en la tibieza.

—Mi situación ahora mismo es muy delicada, profesor —empecé a explicarme con cierta falta de pericia. Me sentía torpe y hasta un poco estúpido. Una neblina pegajosa parecía habérseme adherido a los sesos, impidiéndome hablar con fluidez—. Estoy sumido en una especie de limbo entre el cielo y el infierno. A veces me elevo al cielo y a veces caigo en el infierno. Sé que quiero escapar del infierno, pero tengo miedo de hacerlo.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que le asusta? —quiso saber el profesor, tanteando astutamente el terreno.

—Me asusta la idea de escapar cuando tengo la certeza de que el cielo puede desvanecerse en cualquier momento.

—Teme quedarse sin nada —resumió el señor Calasanz, contemplando mi rostro angustiado con expresión enternecida.

—Así es.

—Bueno —suspiró, cabeceando—, no sé de qué trata su problema exactamente, chico, y tampoco sé si podré serle de alguna utilidad, pero en todo caso déjeme citarle unas palabras de Lope de Vega que puede que le ayuden a discernir el buen camino: «Escoge un cielo de tan breves días por un infierno de tan largos años.»    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora