98

108 12 0
                                    


O. K. Bernhardt escribió en una ocasión que el primer beso no se da con la boca, sino con los ojos.

Pues bien, uno de aquellos días tuve la oportunidad de comprobar que la frase es y será siempre demoledoramente cierta. También preocupante.

Una idea tímida pero insidiosa me rondaba la mente desde hacía tiempo, algo en lo que no había reparado desde los primeros días en que empecé a chatear con Nazaret: ella había dicho que jugaba con más hombres. Al principio me había interesado mucho el tema, pero cuando comenzamos a vernos en persona lógicamente lo olvidé. Hasta ese momento.

El sexo virtual era para mí un territorio desconocido, y por tanto no podía tener una opinión clara de ello; sin embargo, no me hacía ninguna gracia contemplar la posibilidad de que otros hombres se masturbaran, allá donde se encontrasen, devorando con los ojos a mi Nazaret a través de vídeos o incluso por medio de la webcam.

Sencillamente me resultaba insoportable pensar siquiera que otro tío pudiera desearla tanto como yo. Más aún, que ella pudiera desear a otro que no fuese yo.

Aquellos pensamientos me martirizaban de un modo incontrolable, y ésa fue la razón que me impulsó a presentarme en la casa de Nazaret sin avisar. Tenía que aclarar de una maldita vez si ella continuaba masturbándose delante de su jodida webcam.

Si de verdad estábamos juntos, ella tendría que acabar con tales relaciones. No me parecía que pudieran ser sanas ni para ella ni para nadie.

De todos modos, no era el más indicado para decirle qué era lo que tenía que hacer y con quién relacionarse; yo seguía estando casado con una mujer a la que había dejado de amar. Si sentía celos por las relaciones virtuales de Nazaret, ¿cómo debía sentirse ella sabiendo que yo estaba casado? ¿Qué derecho tenía yo a controlarla?

Pensando en todas estas cosas estuve en un tris de dar media vuelta y regresar a casa. Incluso me detuve en el arcén.

Me quedé mirando las cristalinas estelas que dejaba el agua de la lluvia al caer sobre el parabrisas. Gotas gruesas, obscenas.

Mi memoria me llevó a aquel día en el que Nazaret y yo acabamos empapados en su casa. Desde entonces adoraba la lluvia, las tormentas, el olor a tierra mojada, a plantas renacidas. Adoraba el frío húmedo del agua y la blandura del barro bajo mis pies. Adoraba sentirme vivo.

Palmeé el volante con rabia. ¡No podía exigirle nada a Nazaret, porque ella me exigiría lo mismo a mí!

Silencio a cambio de silencio. Así debía ser.

No obstante me dije que debía verla esa mañana. Sabía que no la había avisado con tiempo, y eso me alarmaba. ¿Y si la interrumpía en mitad de... lo que estuviera haciendo?

Ana iba a volver a casa hacia la una de la tarde, de modo que debía darme prisa. Con todo y eso me obcequé en ir. Cada vez se me hacía más difícil no pensar en Nazaret, no estar con ella, no percibirla.

Así, me reincorporé a la carretera y seguí adelante.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora