—A pesar de la gravedad, no hemos llegado demasiado tarde —nos informó el doctor Cabreiro, un médico recién salido de la facultad, de carnes magras y cabello ralo. A pesar de su evidente juventud, parecía un viejo. Al menos se movía como tal.
En esos momentos, una hora después de llegar al centro médico, nos observaba a Ana y a mí a través de sus gruesas gafas de miope como si pudiera escanearnos las vísceras. Me incomodaba.
Yo había tenido que regresar a casa a toda prisa. Había dejado a Nazaret con las ganas y yo había tenido que tragarme las mías. No había forma de librarme de mis obligaciones; Ana se había puesto enferma y había que atenderla.
—¿Ha tenido usted otras molestias con anterioridad, señora Barral? —preguntó el doctor, mientras releía unos informes que llevaba en las manos.
—Ardores —contestó Ana, con una mano sobre el estómago y otra en la frente. Tenía la cara cerúlea, cadavérica—. Presión en la boca del estómago, vómitos a veces...
El doctor Cabreiro chasqueó la lengua y meneó la cabeza, naturalmente disgustado.
—Tendría que haber venido antes al centro médico —dijo, sin mirarla.
—No creí que fuese importante —se justificó Ana, cada vez con el ceño más fruncido. La observación del doctor parecía haberla ofendido—. He estado tomando protectores estomacales.
—Insuficiente, señora. Lo que tiene no se cura con Almax.
—¿Y se trata de...? —pregunté con voz anodina.
—Úlcera de duodeno —respondió el doctor, haciendo un mohín con la boca—. El tratamiento es muy sencillo cuando se localiza la dolencia a tiempo. Su mujer ha estado a punto de sufrir una buena peritonitis.
Miré a Ana con un ápice de dureza en el gesto. Hacía meses que sufría aquellos síntomas, pero su obstinación la había llevado a no querer ir a la consulta bajo ningún concepto.
—¿Qué hay que hacer ahora? —quise saber, volviendo a mirar a Cabreiro.
—Medicamentos específicos para tratar la úlcera de duodeno hay muchos —respondió el otro, mientras escribía la receta médica—. El mejor es este. —Arrancó el papel y me lo entregó sin hacer florituras—. Me interesa que haga ejercicio y que vigile la alimentación, y sobre todo que evite la ansiedad y el estrés. Las preocupaciones no son nada buenas.
Ana clavó los ojos en mí, como si las palabras del doctor la hubieran hecho ver que yo era el causante de su ansiedad. Mi mujer era toda una experta en hacer sentir culpables a los demás.
Yo ya conocía de sobra sus trucos de manipulación, y por eso apenas me afectaba, pero de vez en cuando daba algún que otro golpe de efecto y yo volvía a hundirme en el abismo de mis miserias interiores.
Aquella fue una de esas veces. La certeza de haber estado a punto de follar con otra mujer, mientras Ana se retorcía de dolor por la úlcera, cayó sobre mis ánimos como un jarro de agua helada. Me sentó peor que una patada en los hígados.
Odiaba profundamente tener ética. El sentimiento de culpa era en esos momentos de lo más insidioso. Estúpidos remordimientos.
Nos despedimos del doctor Cabreiro y salimos del centro médico cuando ya anochecía. Nos dirigimos directamente a casa sin decirnos una palabra.
Ana no tenía ganas de hablar y yo tampoco, pero por si acaso tuve la cautela de inventarme por el camino una buena historia que contar si me preguntaba. Tras sopesarlo un rato, lo ocurrido con el supuesto editor me pareció muy creíble.
Lo dicho: un escritor es un embustero redomado. Y yo, para mi sorpresa, me sentía uno más.
Por primera vez en mucho tiempo, me sentía libre.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...