—¿Qué vas a decirle a tu mujer cuando vuelvas a casa?
Me estaba poniendo los pantalones cuando Nazaret me planteó aquella pregunta. La miré seriamente, sombrío, un poco sobrecogido; aquello no podía durar mucho más tiempo, y lo sabía. Tarde o temprano Ana se enteraría de lo que pasaba, y la verdad saldría a la luz de la peor manera posible.
Eso, siempre y cuando yo no tuviera los suficientes arrestos como para confesárselo por mí mismo.
Continuaba siendo un mierdas.
—Quedamos en no hablar de nuestras vidas cuando estuviéramos aquí, ¿recuerdas? —dije, la mirada perdida y la voz vacua—. No lo sé. Tal vez que solo he ido a dar un paseo para despejar la mente.
Nazaret me miró con escepticismo. Después su expresión se llenó de sarcasmo.
—¿Tan tonta te parece que es?
—No, y me inquieta —respondí, aún sin atreverme a desviar los ojos hacia ella—. Ana es buena persona, pero a veces me crispa los nervios. Es capaz de sacar de sus casillas a cualquiera. Ya te dije que es posible que sospeche algo. Mateo me lo dijo.
Ella hizo una pausa significativa, incómoda. Me dio la espalda, volvió a coger la botella de Ravini, se sirvió otra copa y dio un sorbo corto, fugaz.
Habíamos vuelto a la casa después de haber estado retozando un rato más en los herbazales del arroyo, bajo la lluvia.
Dentro de poco tendría que regresar a mi antro, pero lo cierto es que no me apetecía ni lo más mínimo.
—Tienes que tener ahora mucho más cuidado —me aconsejó, de veras preocupada.
Entendí que a ella tampoco le hacía demasiada gracia provocar un cisma entre las personas que formaban parte de mi vida, y que intentaba desesperadamente mantener un equilibrio entre la pasión y el deber, entre el amor y la ética.
—Ya te dije que he de encontrar la forma de dejar a Ana —recalqué, tras echarme al coleto un trago del delicioso vermut de Nazaret. Aquel brebaje espeso como el alquitrán cada vez me gustaba más—. No pienso mantener esta situación eternamente. Ni tú ni yo lo soportaríamos, ¿no te parece?
Nazaret no quiso responderme. Su expresión dolorida me lo dijo todo. Supe que sufría por todo aquello, por mucho que intentase parecer fuerte o fingir indiferencia. Era humana, como cualquier persona.
En ese momento caí en la cuenta de algo en lo que no había pensado con anterioridad, algo que quizá guardara relación con lo que nos estaba ocurriendo.
—A ti te han herido mucho, Nazaret —comenté—. Arrastras algo que te duele aún hoy. Tú misma me lo dijiste. Algún día tendrás que contármelo.
—Lo que queda atrás se queda atrás, Lázaro —dijo Nazaret después de prolongar un tenso silencio—. Te lo contaré si es lo que quieres, pero no esperes entender por qué estoy contigo tan solo escuchando una historia de amor sin final feliz.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...