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Resultaba impactante la manera en que se ponía a diluviar cada vez que yo iba a la biblioteca. Si iba a convertirse en una costumbre, desde luego no me desagradaría lo más mínimo.

Al contrario que la gran mayoría de los seres humanos que hay en este planeta miserable, yo adoraba la lluvia; adoraba sentir el frescor de las gotas de agua cayéndome encima y observar la humedad adherida al cuero de mis zapatos. Adoraba el gris mercurial de las nubes y los reflejos cristalinos del empedrado del suelo cada vez que llovía. El efecto de la lluvia se me antojaba casi mágico.

Pero cuando llegué la sala de lectura, a salvo del diluvio, mis pensamientos echaron a volar en otras direcciones.

El pulso se me aceleró como si hubiera tomado LSD en cuanto encendí el ordenador y entré en internet. La página de A.O.L., toda en tonos rojizos, me pareció una especie de bendición divina; al poco de teclear mi contraseña revisé la bandeja de entrada con el corazón en un puño.

Y nuevamente hallé un torrente de invitaciones al chat por parte de todo tipo de féminas, unas guapas, otras feas, y algunas decididamente horrendas. También había un par de homosexuales. Muy feos ambos.

Di un respingo sobre la silla cuando encontré un nuevo mensaje de Nazaret. Lo había enviado a las 8:20 de la mañana.

Una sonrisa pánfila surgió en mi boca al leerlo. No era más que un simple y directo «Buenos días, escritor», pero para mí significaba mucho más de lo que me aventuraba a admitir.

Sin duda Nazaret me había mandado aquel saludo nada más empezar su jornada de trabajo. No estaba conectada al chat, pero no me importó; ya aparecería, y cuando lo hiciera yo estaría ahí.

Tenía la boca seca, el pulso acelerado y el ánimo por las nubes. ¿De veras me estaba pillando por una chica desconocida a la que le sacaba diez años de diferencia?

Buenos días, Nazaret.

Enviar. Al no estar conectada, no esperaba yo su respuesta sino cuando le fuera posible hacerlo. Quería pensar que no me ignoraría.

Por eso mismo me entretuve reanudando mi tarea de escribir. La fiebre literaria era demasiado poderosa como para resistirse a ella.

Pasada una media hora, con la tormenta aullando en el exterior, me percaté de que alguien entraba en la sala de lectura. Sin embargo estaba tan sumido en el relato que apenas presté atención.

A mi juicio era un relato precioso. En él, un muchacho voyeur espiaba a su hermosa vecina de enfrente y se masturbaba imaginando que hacían juntos el amor. Lo había llamado El boulevard de los capuchinos en homenaje al célebre cuadro de Monet.

Cuando levanté fugazmente los ojos para ver quién había llegado, me sorprendí al encontrar allí a la joven mujer que el otro día había sacado en préstamo el libro de Mostaza. Sí, esa mujer.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora