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Eran cerca de las dos de la tarde cuando alguien me llamó por teléfono. El familiar zumbido sordo del aparato dentro del bolsillo consiguió ponerme nervioso y, después, sacarme de mis casillas.

En efecto, como me había tenido, se trataba de mi mujer.

—Hola, Ana —saludé sin muchas ganas.

—Cariño, ¿te encuentras bien? Estoy preocupada por ti.

Una oleada de mal humor se me comió por dentro.

Ana era la reina de los chantajes emocionales. Conocía de sobra aquel tonillo desvaído que ponía, entre murrio y ácido; de hecho en ciertas ocasiones la había visto separar el teléfono del rostro unos centímetros para que su voz sonara lejana y enfermiza. De vez en cuando soltaba una tos acuosa entre frase y frase, con la cadencia y el volumen adecuados para hacer creer al interlocutor que tenía la garganta irritada.

Cuanto más torticeras eran sus intenciones, más bajo hablaba.

Y su voz era entonces prácticamente un murmullo.

—¿Por la nevada? —pregunté, tratando de disimular el bilioso cabreo que me salía por la boca.

—Sí, un poco. —No me pasó desapercibido el tono de ligera indignación que se insinuó en sus palabras—. Está nevando mucho. ¿Cómo están las carreteras? ¿Crees que podrás volver bien a casa?

—Aún no han pasado las quitanieves —me inventé sobre la marcha. Cada vez me resultaba más fácil mentir sin sentir remordimientos, lo cual por otra parte me turbaba—. La nieve lo ha cubierto todo.

—¿Entonces? —Su voz sonaba ahora ansiosa, teñida de inseguridad y de algo que no identifiqué—. ¿Vas a poder regresar?

—Es posible que no.

De pronto mi imaginación comenzó a maquinar una fantasía; en ella, Nazaret Alcázar y yo nos quedábamos incomunicados en aquella casa maravillosa, a salvo de las miasmas mundanas que amenazaban con intoxicar nuestras almas.

En la fantasía llegaba la noche, y con ella el deseo de hacer el amor y dormir en la misma cama. ¿Cómo sería compartir lecho con Nazaret?

No estaba dispuesto a morir sin saberlo, y tampoco la dejaría morir a ella sin que antes me hubiera tenido bajo sus sábanas.

—Me ha resultado difícil venir —mascullé, casi sin aire en los pulmones.

Nazaret torció los labios formando una mueca burlona. Supe que debía de haber adivinado cuáles eran mis propósitos mintiendo así a mi mujer.

Estuve a punto de reírme.

—Te lo he dicho antes de que te fueras —me recriminó Ana, ahora sí, histérica al otro lado del teléfono. Por fin se dejaba de mascaradas: lo que estaba era furiosa conmigo, y tenía que hacérmelo saber—. ¡Pero nunca me escuchas! ¡Nunca! ¿Ahora cuándo piensas volver? ¿Eh, listillo? ¿Cuándo?

Hice un leve gesto de dolor. El cerebro me sacudió un pitido en el oído.

—¿Me has llamado por teléfono solo para discutir conmigo? ¡Volveré cuando pueda, coño!    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora