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Idiota, idiota, idiota. No dejaba de repetirme una y otra vez aquella insidiosa palabra, mientras mis ojos escudriñaban ansiosamente el chat de A.O.L. en busca de algún rastro de Nazaret, sin resultado. La vista empezaba a escocerme de no parpadear, pero no pensaba que se tratase de una simple irritación ocular. Era la impotencia, que me sacudía el ánimo.

El temor me devoraba por dentro como una tenia hambrienta. Estaba seguro de que la había hecho daño, y mucho. Y todo por los malditos celos. ¿De verdad podía sentirme indignado por enterarme de que tenía amantes virtuales? ¿Qué derecho tenía a juzgarla? Ella no me había juzgado a mí al saber que yo estaba casado. ¿Por qué había tenido que hacerlo?

—Idiota, Lázaro —mascullé, quitándome las gafas y apretándome el tabique nasal—. Eres un idiota, un completo idiota, y la has cagado pero bien.

Mis palabras debieron llamar la atención de la misteriosa mujer de los libros, a la que prácticamente había olvidado mientras chateaba con Nazaret. La joven levantó la mirada con semblante intrigado, pero un instante después abrió por tercera vez la antología y se puso a buscar algo.

Mi desolación era inmensa, pero no iba a consentir que la desconocida me la viera pintada en la cara. Tenía mi orgullo, pese a todo.

Me invadió una oleada de rebeldía. ¿Por qué coño me afectaba tanto? ¡Nazaret no era nadie!

«Eso no te lo crees ni tú —me regañé, bajando la mirada para evitar que la mujer advirtiera mi derrota—. Nazaret es mucho más que palabras. Es una mente excepcional, el estímulo que me faltaba. Y lo he fastidiado todo. ¡Joder!»

Me dieron ganas de emprenderla a golpes contra algo, lo que tuviera más cerca, cualquier cosa.

Unos veinte minutos después, peligrosamente cerca de verme desbordado por mis propias emociones, la joven de los libros cerró su portátil con suavidad, quitó los cables del enchufe del escritorio y se puso en pie. Después, apenas sin disimular, observé cómo apilaba los libros que había ido cogiendo durante todo aquel rato y se dirigía al bosque de estanterías del fondo, exactamente al pasillo de poesía.

Me sentí ofendido de alguna manera al ver que la desconocida no hacía ni un solo gesto de comprensión. Nada. Frialdad pura y dura.

A mí se me notaba a la legua que estaba hecho polvo. ¿Cómo podía ser ella tan jodidamente insensible?

«¿Cómo puedes haber sido tú tan jodidamente insensible con Nazaret? Te está bien empleado. Te mereces su indiferencia.»

La mujer regresó para recoger sus cosas. Para mi sorpresa, antes de marcharse me lanzó una mirada indescifrable.

Luego, se esfumó, sin más.

Cuando me quedé solo descubrí, aún más perplejo, que había dejado sobre el escritorio un nuevo papel.

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora