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—¿Ya estás hablando con tu putita virtual? —me increpó Alonso desde un extremo de la barra.

Levanté los ojos de la pantalla del móvil y le lancé una mirada cáustica. Era increíble lo mucho que llegaba a tocarme los cojones cuando verdaderamente se lo proponía.

—Vete a tomar por culo, calvo —le ladré, con una sonrisa que aparentaba ser de broma.

Por supuesto, Alonso no se tragó la falsa intención de mi gesto. Él no sonreía, sino que me miraba como si yo hubiera confesado haber cometido un crimen abyecto.

—Me parece que estás cometiendo un error, Lázaro —opinó, meneando afectadamente la cabeza—. En fin, tú sabrás lo que haces.

Me dieron ganas de soltarle una blasfemia para que se callara de una vez, pero Nazaret continuaba esperando una contestación, y eso era para mí mucho más importante.

¿Y por qué iba yo a enfadarme contigo? ¿Es que piensas hacer algo que pueda hacerme enfadar?—18:04

—¿De qué está hablando, Lázaro? —barbotó de pronto Mateo, señalando a Alonso y mirándome con aire receloso.

Mi muy querido suegro —por llamarle de alguna manera— estaba en su sitio, como de costumbre, degustando su copa de vino tinto y sus cortezas con olor a pedo, a la espera de poder interrumpir alguna conversación que no le concernía.

—De un asunto que tiene entre manos —dijo Alonso, adelantándose a mi respuesta—, y no sabe si le saldrá bien.

Miré a Alonso sin saber cómo tomarme sus palabras. ¿Acababa de sacarme del aprieto, o me había metido en él?

Mateo emitió un carraspeo acuoso, cogió otra corteza del platito y la devoró ruidosamente. El sonido que hizo con la boca me pareció repugnante.

—Si mi hija no está de acuerdo, seguro que saldrá mal —murmuró, aún con la boca llena.

Empezaba a hervirme la sangre. Una rabia sorda ya conocida contra aquel subnormal se revolvió en mi interior como una enfermedad incurable. ¿Es que no podían dejarme todos en paz? Ana, Mateo, Alonso... ¿No iban a permitirme vivir tranquilo?

No es por algo que yo pueda hacer —me contestó Nazaret un par de minutos después—, sino por darte cuenta de cierta cosa—18:06

¿De qué voy a darme cuenta?—18:07

—Tu hija no lo sabe todo, Mateo —gruñí, mirándole de reojo con aversión.

Como era lógico, Mateo se cogió un berrinche de órdago. Ana era una mujer buena, pero yo había dejado de aguantar sus estúpidos cambios de humor; tampoco estaba dispuesto a aguantar las impertinencias de su padre. Hasta ahí podíamos llegar.

—¡Mi hija tiene mucho más sentido común del que tú has tenido en tu mierda de vida!

—Pues no debe ser tanto cuando está casada con un despojo humano como yo —repliqué, dejando a Alonso y al propio Mateo con la boca abierta.

—¡Un momento, Lázaro...! —tartamudeó el viejo.

Pero yo ya le había dado la espalda. No quería discutir. El subteniente Molinero me reñiría a mí si la bronca llegaba a más, y no a Mateo, por mucho que él hubiera empezado. Era yo quien más tenía que perder.

Alonso intentó pararme, aunque yo le ignoré. Les dejé a ambos con la palabra en la boca con la excusa de irme a asear las mesas del comedor.

Cuando me quedé solo ahí abajo, cerré los ojos y respiré hondo, de puro alivio.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora