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Cuando llegué a casa aproximadamente una hora después la encontré silenciosa como una cripta. Además, las persianas de la mayor parte de las ventanas estaban medio bajadas; mi mujer había preparado un escenario digno de Ambrose Bierce. El aire olía a café recién hecho y a horno encendido.

—¿Ana? —pregunté, colgando la bufanda en el perchero de la pared, junto a la puerta de entrada—. ¿Estás aquí?

Me pareció escuchar una vocecita febril en el salón. Ana se encontraba allí.

Entré fingiendo una seguridad inexistente. No debía olvidar que había sido yo quien había apagado el maldito teléfono móvil durante la pelea.

Ana estaba sentada en el sofá, medio iluminada por la luz amarillenta de una lamparita cercana, una de esas lámparas de los años noventa con forma de botijo que yo aborrecía pero que Ana adoraba.

Sostenía un libro en las manos, pero cuando entré, ella pareció olvidarlo por completo. Me miró a los ojos con la expresión más anodina que había logrado ensayar y suspiró premeditadamente.

—¿Te has divertido? —me preguntó.

Yo no la respondí de inmediato. No sabía qué respuesta podría ser la menos dolorosa, pero desde luego, dijera lo que dijese, desataría una pelea monumental.

—Ha sido provechoso —comenté, el tono indolente y el gesto frío.

—¿Provechoso?

—Estamos valorando la posibilidad de publicar una de mis novelas.

Ana parpadeó un par de veces, aún inexpresiva; lo que yo la decía no le interesaba absolutamente nada. Y lo que era peor: no era capaz de creerme.

—¿Por qué me haces esto? —quiso saber, en un maullido lastimero con el que pretendía darme pena—. Cariño, ¿qué te he hecho yo?

—No te estoy haciendo nada —respondí, notando que un miedo sordo crecía lentamente en mis entrañas.

—No me vengas ahora con esas. —Ana dejó el libro a un lado y se levantó del sofá como una exhalación—. Sé que está pasando algo. Lo sé. Te noto distinto.

«Puede que haya llegado el momento de decir la verdad», sopesé, apretando los puños hasta dejarme los nudillos blancos.

—Ana, yo... —tartamudeé, mientras trataba de encontrar un modo de empezar.

Resultaba mucho más fácil en el confesionario, de rodillas y tras un fino enrejado que ocultaba la cara del cura.

—Necesito que estés conmigo, Lázaro. Ahora precisamente necesito tenerte a mi lado.

Pestañeé con extrañeza. Mis pensamientos de pronto se empezaron a aturullar, incapaces de encontrarle sentido a lo que Ana acababa de decirme.

—¿Por qué dices eso?

Mi mujer me miró de una manera indescifrable. Sus ojos relumbraban.

—Porque estoy embarazada.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora