Sacudí la cabeza como si hubiera visto un fantasma en mitad de la marabunta. ¿Qué diantres estaba haciendo ella allí?
«¿Eres idiota? —me reprendí para mis adentros, forzándome a no mirarla como un bobo—. ¿Qué te piensas que hace? ¡Buscar buenos libros como todo el que va a una maldita Feria del Libro!»
Lo peor fue cuando ella fijó la mirada en mí. Sentí que el contenido de mi estómago se me bajaba a los pies. Un hormigueo en la curcusilla que conocía muy bien me avisó de que aún tenía algo que ver y oír, algo que vendría de la mano de aquella mujer.
«¡Oh, Dios!», me dijo la voz de mi conciencia, siempre tan oportuna. Caminar a ciegas puede resultar de lo más tentador cuando se buscan emociones más o menos fuertes, pero abrir los ojos, observar y de pronto comprender no hace ni la más mínima gracia.
Y yo comprendí todo de golpe. Había sido un imbécil.
La mujer de los libros se me acercó con una significativa expresión en el rostro. Parecía a un tiempo avergonzada, serena y un poco divertida. Cuando me tuvo a dos o tres metros se paró, muy estirada y con las manos unidas en el regazo, esperando.
No sé durante cuánto tiempo estuvimos así, tiesos como garrotes, observándonos el uno al otro, calibrándonos, no del todo seguros de lo que pretendíamos hacer.
Lo más curioso fue que yo abrí la boca antes que ella. Cuando hablé, mi voz sonó asombrosamente tranquila, pero también demasiado gélida como para ser cortés.
—Hola, Nazaret.
Las piezas del puzzle encajaron en un momento. La mujer de los libros y Nazaret Alcázar eran la misma persona. Ella me había llevado por donde le había dado la gana. Me había manipulado y ocultado la verdad, haciéndome creer que la mujer y ella eran distintas. Desde un primer momento se había fijado en mí, me había cautivado con el estúpido juego de los poemas y finalmente me había visto caer en la trampa como un idiota. Por eso no había mandado ni una sola foto de ella misma por AOLine, por temor a que yo la reconociera. Y por eso me había dicho que me daría cuenta de algo que no me sentaría bien.
En efecto, no. No me sentaba demasiado bien percatarme de que había estado jugando conmigo al gato y al ratón.
—Hola, Lázaro.
Aquella voz suave y segura que solo había oído en audios de pronto era real. Real como la mujer de los libros. Real como Nazaret Alcázar.
Me sentí obligado a huir de allí. Huir de ella. Necesitaba esconderme de mi propia vergüenza.
Apreté el regalo dentro de mi bolsillo y me largué de la Feria del Libro cagando leches.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...