No se trataba del comentario que yo hubiera deseado leer en ese momento, pero así y todo, teniendo en cuenta que hasta hacía poco me había convencido de que no hablaría más con Nazaret, era más que gratificante. Un milagro.
—Me gustaría que lo comprobaras por ti misma —escribí—. Así no tendrías que creerme. La fe solo es una consecuencia de la ceguera.
—¿Eso crees?
—Es la verdad. Solo podemos creer en algo cuando no lo vemos. Lo tangible lo conocemos, no hay necesidad de creer en ello. Por eso quisiera poder demostrar lo que te digo.
—¿Y qué sugieres que hagamos? —quiso saber Nazaret.
El anodino reloj de la pared marcó las tres de la tarde, pero yo no fui capaz de darme cuenta; tan embebido estaba con la charla virtual con Nazaret que el mundo a mi alrededor me la traía al pairo.
El tiempo transcurría demasiado rápido cuando hablaba con ella.
—Vas a decir que soy un pene con piernas —escribí, con media sonrisa nerviosa en los labios.
—Dame un buen motivo y te lo diré en toda la cara —me retó Nazaret.
Menuda bravuconada. Me gustó la chulería que destilaba aquella réplica, pero desde luego nada podía prepararme para lo que vino a continuación.
—Está bien —accedí—. Ahí va mi buen motivo: te invito a quedar un día para tomarnos unas cervezas juntos.
—¿Tan pronto?
Su pregunta no llegó a herirme exactamente, pero tampoco me dejó indiferente; era una pregunta irracional, defensiva, una pregunta que en realidad quería decir: ¿Adónde te piensas que vas, chaval? ¿Quién te crees que eres?
—Sabía que me dirías algo así.
Pasaron entonces unos segundos asombrosamente lentos. Nazaret no escribía. «Ya he vuelto a fastidiarla.»
De pronto, escribiendo. Solté un resoplido de alivio. No quería volver a pasar por el trance de perder a Nazaret. Seguramente no me perdonaría la impertinencia dos veces, y menos en tan poco tiempo.
En las mujeres, la memoria eidética o hipermnesia se pone a funcionar cuando los hombres metemos la pata demasiadas veces. La hipermnesia femenina, mucho más aguda que la masculina, se vuelve peor cuanto más graves son nuestros errores.
Fue entonces cuando Nazaret hizo algo que me dejó pegado a la butaca: me envió un audio, una de esas cosas infernales que se graban con un micrófono y, si se trata de tu propia voz, no te reconoces.
Se me puso la boca tan seca como el papel de lija y el pulso se me aceleró. Nazaret era una droga demasiado dura para un cuarentón amargado como yo.
Antes de pinchar en el simbolito del play —un triángulo diminuto de color rosa chicle—, recordé la amenaza de Nazaret.
Y entonces, por vez primera, escuché su voz.
—Sí —me dijo—, eres un pene con piernas.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...