El interior era tan magnífico como prometía el exterior. Había un ancho pasillo principal flanqueado por altas estanterías abarrotadas de libros. Me fijé en que estaban ordenados por temáticas. En el centro había una serie de sillones y butacas de aire vintage, algunos ocupados y otros vacíos. Había gente pululando delante de las estanterías, revisando libros y más libros con ojos ávidos, ojos cazadores. Al fondo a la derecha, pasando bajo un arco de medio punto pintado de azul claro, alcancé a vislumbrar otro pasillo, algo más angosto pero igualmente lleno de libros.
—¿Vienes aquí muy a menudo? —pregunté, mirando extasiado en todas direcciones. Me parecía la cueva de Alí Babá para cualquier amante de los libros.
La dueña de la tienda, una mujer joven con aspecto de payasa progresista, parecía de lo más atareada sacando libros de una inmensa caja de cartón y colocándolos en los anaqueles. Nos miró de reojo, como si nos controlara, pero no dijo una palabra.
—Todas las veces que me apetece —respondió Nazaret, que entonces tomó asiento en una de las butacas libres—. En este sitio te dejan quedarte durante horas si lo que buscas es recogimiento y evasión.
Volví a mirar a mi alrededor. El establecimiento era un paraíso.
Tomé asiento en otra butaca, frente a ella. Nazaret había cruzado las piernas, y ahora me miraba fijamente, seria como una esfinge, los labios relajados, los ojos sin expresión.
Comprendí de inmediato lo que aquello quería decir: jugaba a interpretar el papel de mujer dura y misteriosa.
Y esperaba respuestas.
Se me ocurrió en ese momento llevarme una mano al bolsillo y sacar el pequeño regalo para Nazaret, envuelto en un bonito papel de color madreperla.
—Esto te pertenece —dije en voz baja, como si estuviera en el interior de una iglesia. Aquella librería invitaba al silencio y a la meditación.
—Fue una tontería proponértelo.
—¿El qué? —pregunté, extrañado.
—Que me hicieras un regalo —respondió ella.
—Nazaret, te habría hecho un regalo aunque no me lo hubieras dicho —expliqué—. Procuro ser detallista.
Nazaret solo sonrió de medio lado, como si no terminara de sentirse cómoda conmigo. El temor le arreó un buen aguijonazo a mi ánimo. ¿En qué estaría pensando mi preciosa mujer de los libros?
Cuando me incliné para entregarle el paquete, sentí subir por mi brazo una descarga eléctrica. Ella lo cogió con cautela. Lo desenvolvió con deliberada lentitud y, tras inspeccionar la caja por fuera, la abrió.
Dentro se encontraban los plumines y el poema de Mostaza, además de un segundo papel, que Nazaret desdobló y leyó en completo silencio; mientras lo hacía, una preciosa sonrisa se dibujó en sus labios.
El miedo desapareció de mis vísceras. El semblante de Nazaret era de absoluta felicidad.
No eres un parche ni un pasatiempo. No podría nunca tratarte como tal. Te lo juro por lo más sagrado. Confía en mí.
Eres una mujer increíble y quiero seguir a tu lado.
Quiero estar contigo, del modo que sea.
Solo es cuestión de tiempo que encuentre la manera menos dolorosa de dejar a mi mujer.
Porque ¿sabes? Creo haberme enamorado de ti.
ESTÁS LEYENDO
Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...