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¿Cómo diablos nos damos cuenta de que hemos encontrado a nuestra pareja ideal? ¿De qué maneras podemos enamorarnos? ¿El sentimiento del amor se adquiere rápidamente, como siempre se ha querido ver, o en cambio crece poco a poco, a medida que dos personas se van descubriendo la una a la otra?

Bajé la vista y nos observé a ambos. Nazaret se había quedado totalmente desnuda ante mis ojos; yo no lograba sino maravillarme. Tenía el cuerpo atlético pero redondeado, escultural. Parecía una Venus de Milo en toda su plenitud. ¡Oh, Nazaret!

Y luego estaba su cabellera, larga, enredada, salvaje, un nido de pájaros en el que yo ansiaba perderme a toda costa. Mis manos acariciaron sus rizos, indomables rizos que me embotaban el poco entendimiento que me quedaba. Era una suave y fragante cascada de azabache, hecha para ser olida y admirada.

Contemplé su pubis desnudo, húmedo, preparado, y los ojos se me fueron al miembro. ¿Cuánto tiempo aguantaría sin follarla?

—Nazaret, yo... —balbuceé, paseando los dedos por entre sus pechos, hasta llegar a su vientre. Tenía la respiración agitada y el corazón loco, como yo.

—¿Quieres hacerlo? —me preguntó. Su expresión, aunque fiera, ardorosa, tenía una pizca de incertidumbre. Era una mujer muy pasional, pero había que reconocer que poseía la ética suficiente como para preocuparse por mi salud emocional.

Por otro lado, y por mucha congoja que sintiera, solo había una contestación posible para esa pregunta: sí.

Me acerqué lentamente a ella. La punta de mi miembro rozó sus deliciosos labios vaginales. ¡Cuántas veces había imaginado aquello!

Entonces, un ruido. Un timbre largo, chirriante, absolutamente inoportuno. Era mi teléfono móvil, que además de vociferar, vibraba dentro del bolsillo de mis pantalones.

Solté un gruñido de indignación, me aparté de Nazaret y corrí a atender la maldita llamada.

Era Ana.

—Hola, cariño. ¿Cómo vas? —me preguntó nada más pulsar el botoncito verde.

Las tripas me pedían a gritos mandar a tomar por culo a mi mujer. Quería que me dejara en paz, que me permitiera ser libre al menos durante un par de míseras horas.

Yo necesitaba a Nazaret más que nunca. Anhelaba acostarme con ella, hacerla mía, darle todo el placer que pudiera, realizarme como hombre con ella, para ella y dentro de ella. Quería estar dentro de su cuerpo, de su mente y de su corazón. Quería hacer el amor con Nazaret Alcázar.

Y Ana no me lo consentiría jamás.

—Bien —escupí con algo de brusquedad. Al ver el semblante inquieto de Nazaret tuve que hacer acopio de paciencia y añadí, algo más tranquilo—: Cuando vuelva a casa te contaré mejor.

—Sé que te estoy molestando, pero me encuentro muy mal —dijo Ana al otro lado, como si no me hubiera oído—. Tendría que ir al médico. Te necesito. ¿Puedes venir?

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora