78

142 16 0
                                    


¿Hasta qué punto puede un hombre controlar racionalmente sus emociones? ¿Hasta el punto de vencerlas, de sobreponerse al placer de un nuevo sentimiento, de obligarse a silenciar lo que le grita el corazón?

Un ser humano equilibrado es aquel para quien la emoción y la razón tienen el mismo valor dentro de su alma. Del mismo modo escucha a uno y a otro, y gracias a esa armonía es capaz de tomar decisiones a priori acertadas.

Pues bien, yo nunca he sido una persona equilibrada. En infinidad de momentos a lo largo de mi vida ha triunfado la emoción sobre la razón, o viceversa, siendo así que mis decisiones han sido en buena medida desastrosas.

Sin embargo jamás habría podido lamentar la decisión que tomé aquella mañana en la casa de Nazaret. Jamás.

Como dando voz a lo que gritaba dentro de mí, la tormenta escupió un nuevo trueno, potente, colérico. Era el trueno de la pasión que amenazaba con acabar con mi raciocinio.

«Ya no hay marcha atrás.» En mi cabeza bullían tantas palabras que a la hora de abandonar mi boca se apiñaban entre sí, impidiéndose salir. Dios, parecía retrasado.

Por suerte Nazaret era una chica lista y podía entender mi absurda y momentánea parálisis del habla. Incluso parecía divertirse.

No obstante, ella estaba triste. Lo veía en sus ojos. La resignación no era más que una tortura innecesaria. Nazaret tenía que resignarse a la idea de que yo fuera un hombre casado, y no solo eso, sino que además debía actuar en consecuencia.

—Yo no tengo que hacer nada —dijo, desviando la mirada como si le doliera tenerme delante—, únicamente borrar de mi memoria lo que ya sé. Eres tú quien ha de decidir, Lázaro. Me temo, además, que soy la única persona en el mundo que no puede ayudarte a hacerlo.

—Nadie puede, pero no tienes que preocuparte por eso. —Tomé aliento y me humedecí los labios, saboreando los vestigios del beso que Nazaret me había dado hacía unos minutos—. Hace tiempo que decidí, solo que me daba miedo admitirlo. Aún estoy asustado. —Hice un paréntesis durante el que ninguno de los dos dijo nada. Nos quedamos quietos, el uno frente al otro, esperando respuestas mutuas—. Quiero seguir contigo, Nazaret. Quiero conocerte más. Que formes parte de mi vida. Cuando hablo contigo, me llenas.

—¿Te lleno? —preguntó Nazaret en tono burlón.

—Sí, es algo que no puedo explicar. Tienes algo. Hace meses que me siento vacío por dentro. Tú llenas ese vacío. —Nueva pausa. Nazaret permanecía callada como una tumba, bebiéndose mis palabras—. Te quiero en mi vida cueste lo que cueste, nena. —Miré a mi alrededor, como si quisiera escapar de aquel poderoso sentimiento de pánico que había empezado a desbordarse en mi interior—. Solo te pido que jamás hablemos de mi mujer cuando estemos juntos. Que actuemos como si estuviéramos solos en el mundo, sin pasado, sin ataduras y sin obligaciones. ¿Qué me dices? ¿Podrás aguantarlo?    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora