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—¿Qué impresiones te da ese editor?

La pregunta me cogió tan desprevenido que apenas la comprendí. Mi cabeza estaba sumamente embotada, mi corazón lleno de pena.

Durante el viaje de vuelta a casa estuve dándole vueltas a todo lo que habíamos hablado Nazaret y yo. Los términos muerte súbita y cardiopatía isquémica me rondaban la mente una y otra vez. En cuanto tuviera la más mínima oportunidad pensaba conectarme a internet para leer algo al respecto, aunque ya se sabe que pocas cosas de las que se publican son realmente veraces. Cualquier indocumentado sin dos dedos de frente podría diagnosticarse una tuberculosis teniendo una simple tos de invierno.

—Lázaro —me llamó Ana, posando la mano en mi antebrazo.

La miré parpadeando repetidas veces.

—¿Qué? —pregunté con voz pastosa, como soñolienta—. ¿Qué pasa?

—Te he hecho una pregunta.

—No te prestaba atención —me excusé, sin molestarme en parecer arrepentido—. Lo siento, cariño.

—Te preguntaba qué te parecía ese editor con el que estás quedando últimamente.

Miré a Ana y observé los rasgos de su cara. Así, enfurruñada, continuaba siendo una mujer muy atractiva. Su cabello de color miel, liso, sedoso y brillante, seguía gustándome; su carita, redonda y carnosa, era tan adorable como la de un osito de peluche.

En aquel momento volví a verla guapa, y mucho.

Pero yo sabía que algo se había roto dentro de mí.

—Es un hombre agradable —comenté, un poco aturullado.

—¿Te parece interesado?

Contemplé otra vez a mi mujer. Mi memoria me llevó a La romana. Amor e interés.

—Probablemente.

—No hace falta que te diga que tengas cuidado. —Ana pululó un poco a mi alrededor con el teléfono móvil en la mano, mientras yo terminaba de aderezar la ensalada—. Hay editores que solo quieren sacarles el dinero a sus autores. No me gustaría que te convirtieras en uno de esos ilusos.

—Tendré cuidado.

—No estoy muy segura. Últimamente te noto muy disperso, cielo. No sé lo que te pasa.

—Ya sabes que no duermo muy bien de un tiempo a esta parte. No descanso nada por las noches. Además en la residencia...

—No, no —dijo Ana, encogiéndose de hombros como una niña pequeña—. Es otra cosa. Lo noto.

Antes de que pudiera inventarme alguna otra excusa con la que contentarla, el teléfono de Ana se puso a sonar con estridencia. Una de sus amigas la estaba llamando.

«Genial», pensé, aliviado, mientras ella atendía a la llamada y se ponía a parlotear, ignorándome.

Aproveché para escabullirme de puntillas a mi estudio. Cerré la puerta con cuidado y puse música. Enya. Solace.

Y así, libre y en soledad, di rienda suelta al llanto.     

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora