Te amo. Dos palabras, dos simples y poderosas palabras podían resumir mis sentimientos en aquel mismo instante, desnudos el uno frente al otro, sin disfraces ni remilgos, sin medias tintas, sin prejuicios. Siendo sencillamente nosotros mismos, Lázaro y Nazaret, hombre y mujer. El mismo espíritu en dos cuerpos distintos.
¿Cuántos hombres habrían amado a Nazaret con la misma intensidad que yo? ¿Cuántos con tanta pasión, conociéndola tan bien como yo la conocía?
Nazaret se aproximó entonces a la cama, se inclinó sobre ella y gateó por encima del edredón como un felino acechante. Parecía una leona reclamando juegos.
Las vísceras se me retorcieron de puro placer. Contemplar a mi maravillosa mujer de los libros en aquella situación me llenaba de júbilo. Ella me amaba, estaba seguro, aunque no lo dijera con palabras. No hacían falta explicaciones; su forma de actuar, de mirarme, de sonreír... todo ello me demostraba sus sentimientos.
Y yo, ¿qué sentía? Tenía siempre tantas cosas que decir, tantas emociones que expresar...
Me acerqué a la cama y me cercioré de que ella viera que yo la miraba; sabía que le encantaba sentirse admirada y deseada, que su cuerpo me volvía rematadamente loco. Saber que tenía tanto poder sobre mí como para anularme por completo como persona y como hombre. Ella gozaba de esa capacidad, pero jamás haría nada para dañarme.
Cuando me coloqué a los pies del lecho, Nazaret se arrodilló y comenzó a acariciarme la polla, tiesa y dura como una piedra. Las yemas de sus dedos recorrieron su largura, desde los testículos hasta la misma punta; el gozo que me proporcionaban sus diestras caricias me llevó a soltar un hondo suspiro. Mis ojos no se apartaban de ella, de su rostro sonriente y juguetón, de sus manos expertas, de mi miembro pétreo e hinchado.
De mi garganta escapó un gemido, dos, tres. Nazaret acercó la cara y atrapó la punta de mi polla con sus labios, y su lengua buscó el orificio; cuando lo encontró, pareció querer penetrarme de alguna forma. Observé cómo cerraba dulcemente los ojos y comenzaba a moverse, succionando y tirando hacia atrás, como si me ordeñara con la boca.
El corazón se me subió a la garganta. Las mamadas de Nazaret eran siempre espectaculares, pero aquello era mucho más de lo que yo había experimentado hasta aquel momento. Muchísimo más.
Temí no poder controlarme y eyacular antes de tiempo. A fin de cuentas se me estaba calcinando el cuerpo de puro deseo; no aguantaría mucho más sin derramarme si no lograba contener la flama.
Cogí el rostro de Nazaret y la obligué a parar, al tiempo que movía negativamente la cabeza. Necesitaba que dejase de chupármela si quería durar un poco más.
Fue entonces cuando ella se echó sobre la cama, apoyó la cabeza en la almohada y, tentadora, abrió las piernas.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...