—¿Me estás diciendo que quieres que me vaya? —pregunté, con una especie de sentimiento de rechazo creciéndome por dentro.
De repente me sentía solo y abandonado.
—No, no quiero que te vayas —me corrigió Nazaret—, pero sé cuándo es necesario hacer lo que se debe. Ahora mismo tienes que hacer las paces con tu mujer.
Me tuve que morder la lengua. «Vamos, cálmate —reflexioné, apretando los ojos para sacar fuerzas de flaqueza—. Nazaret tiene razón. No puedes mandar a Ana al carajo de una forma tan ridícula.»
—Lo que menos me apetece en estos momentos es hacer las paces con ella —regruñí, cruzado de brazos en actitud obstinada—. Me tiene más controlado que nunca.
—Por esa misma razón tienes que regresar a casa.
—Mi casa está contigo, dondequiera que estés.
Nazaret abrió la boca para decir algo, pero una amplia sonrisa se lo impidió; de pronto fui consciente de que acababa de decir una auténtica cursilada.
—Perdóname —me excusé, bajando avergonzado la cabeza. Las mejillas me ardían de puro rubor.
—No, ¿por qué? —dijo Nazaret, sin dejar de sonreír y acariciándome suavemente el dorso de una mano—. Es muy bonito eso que has dicho.
—A ti no te gustan las cursilerías.
—Pero a nadie le amarga un dulce, ¿no te parece?
No pude hacer otra cosa salvo sonreír. Incluso en las situaciones más desagradables o tediosas, Nazaret Alcázar tenía la habilidad de sonreír. Nazaret estaba más cerca de la muerte que cualquier persona que yo conociera, y eso, supuse, la llevaba a agarrarse a la vida con auténtica pasión. Nada era verdaderamente grave para ella.
—No quiero marcharme todavía —susurré, apartando los ojos con aire enfurruñado.
—Pero tienes que hacerlo.
Nos quedamos en silencio, contemplándonos mutuamente, devorándonos con los ojos, con los labios, con el alma.
—Deja que me quede un rato más —supliqué.
Ella perfiló una sonrisa picarona, ardiente, irresistible; sabía a la perfección lo que en realidad querían decir mis palabras: «Déjame hacerte el amor y luego me iré sin rechistar.»
Extendió los brazos y yo eché a correr hacia ella. Sus labios se fundieron con los míos en un beso abrasador, sus gemidos de placer se convirtieron en música celestial para mis oídos, y sus pechos, redondos y llenos, se apretaron contra mi torso. Agarré su trasero y la alcé en vilo mientras sus brazos rodeaban ansiosamente mi cuello.
La coloqué sobre una de las mesas del invernadero, nos desnudamos el uno al otro y allí mismo follamos como bestias salvajes.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...