Sentirnos perdonados es una de las cosas más maravillosas que cualquiera de nosotros puede experimentar a lo largo de la vida. El perdón, esa idea aterradora a la que los seres humanos no deseamos enfrentarnos por nada del mundo, cayó sobre mi alma dolorida como una lluvia tibia y perfumada. Una lluvia purificadora.
Y en esa ocasión no me esforcé en disimular. Estaba solo y en pelotas. Feliz conmigo mismo. Salté de la butaca y di una serie de brincos por el estudio, brincos cortos, infantiles, ridículos. Mi reacción en sí era de lo más ridícula, pero me daba igual.
Nazaret me había perdonado, y sabía que era de verdad. Ella no sería como Ana. No tendría la hipermnesia selectiva de mi mujer.
El perdón debería ser un sinónimo de olvido, o así lo veo yo.
Me senté de nuevo en la butaca y mis dedos teclearon una respuesta a toda velocidad:
—Me quitas un gran peso de encima, Nazaret. Pensaba que no querrías volver a saber nada de mí. Que me bloquearías.
La contestación de Nazaret fue igualmente rápida, fulminante.
—La verdad es que se me pasó por la cabeza.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Digamos que estoy chapada a la antigua —explicó Nazaret—. Soy de las que prefieren arreglar las cosas antes que tirarlas a la basura. Hablar e intentar transigir antes que liarse a bloquear gente. Para tirar relaciones y personas a la basura hay tiempo. Lo ético es hablar y ceder.
—Sí, pero no siempre es bueno ceder a todo —escribí rápidamente—. No eres una muñeca en manos de nadie.
—Eso lo sé muy bien. —Detecté una pizca de dureza en sus palabras—. Tranquilo, Lavery. No hace falta que te conviertas en mi paladín.
Sarcasmo, mucho sarcasmo. En fin, no había nada que pudiera arrebatarme el buen humor, ni siquiera las palabras hirientes que Nazaret pudiera dedicarme; ella me había perdonado, y con eso me bastaba.
—No quiero ser tu paladín —aclaré, si bien no era del todo cierto—, pero me preocupa que puedan hacerte daño.
—¿Ahora te preocupa mi seguridad?
—Ya sabes a qué me refiero.
Un par de segundos interminables. Nueva contestación.
—Pues claro, tonto. Solo pretendía chincharte un poco. Divertirme poniéndote nervioso.
La tensión que me tenía agarrotado todo el cuerpo se esfumó de sopetón. Los músculos se me reblandecieron y me sentí flotar en una nube de vapor etílico. Me parecía estar borracho. ¡Nazaret bromeaba conmigo!
No podía ser más feliz.
—Eso me gusta. Es señal de que te encuentras cómoda hablando conmigo.
—Muy cómoda —admitió Nazaret con total desparpajo—. Pareces un hombre distinto, y siento curiosidad.
—Soy distinto —aseguré, vehemente—. Quiero que me conozcas, Nazaret.
—Lo haré, no temas.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...