Si antes he apuntado que los seres humanos somos imbéciles, sin duda me he quedado corto; somos imbéciles, influenciables y ridículos. Y digo esto porque se me aceleró el pulso cuando le envié una invitación a charlar a aquella chica de rostro desconocido que se hacía llamar Nazaret Alcázar, y cuyas pasiones eran tan semejantes a las mías.
Mientras esperaba ansioso su respuesta —si es que llegaba—, me entretuve en leer todo su perfil y en contemplar el bonito boceto a lápiz del pintor prerrafaelita. Rossetti siempre me ha fascinado, más que Waterhouse o que Evelyn de Morgan. Más que Burne-Jones, incluso. ¿Por qué le habría elegido precisamente a él?
El perfil de la chica me planteaba muchos misterios. Describía todas sus aficiones con pasión y al mismo tiempo con recelo, como si no terminara de fiarse de dejar escrito en una web de contactos aquello que representaba parte de su vida.
Porque a todos nosotros, hombres y mujeres, lo que nos define no son nuestras obligaciones o nuestros oficios. Ni siquiera nuestras decisiones. Lo que realmente dice cómo somos son las cosas que nos apasionan: leer, escribir, escuchar música, pintar, follar, besar, y mil cosas más. Una persona con verdadero sentido común nunca abandonaría lo más sagrado de su espíritu en un espacio virtual como A.O.L.
Por tanto, deduje que tenía que haber más, muchísimo más de lo que se apreciaba a simple vista.
Las tripas me dieron un salto cuando llegó un mensaje a mi bandeja de entrada: la chica del boceto de Rossetti, Nazaret Alcázar, había aceptado la invitación. Y estaba activa en el chat.
Me sentí extraordinariamente torpe de pronto. ¿Cómo se hacía aquello? ¿Qué debía decirse en estos casos? ¿Cómo se chateaba sin parecer un palurdo, un salido, o ambas cosas?
La sensación de cruda inseguridad se agravó más cuando vi que era ella, Nazaret, la que iniciaba la conversación con un escueto pero demoledor «hola».
«Bueno —me dije con un movimiento de hombros—, no creo que vaya a llamarme cerdo por responder del mismo modo.»
Hola.
Enviar. Esperé unos segundos que se me antojaron eternos mordiéndome un padrastro. Conseguí hacerme sangre, pero lo ignoré. Estaba tan nervioso que no me apercibí de un dolor tan nimio. ¿Qué era un poco de sangre, comparado con lo que podía conseguir?
La mente sucia de un escritor juega a veces muy malas pasadas, y en un instante me imaginé mi sangre como la de un himen roto. A fin de cuentas, ¿no estaba yo también perdiendo una especie de virginidad?
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...