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Estaba convencido de que había metido la pata hasta el mismo fondo. Nazaret Alcázar se había sentido ofendida por mi impertinencia y había salido del chat, sin duda para no volver.

Ya estaba a punto de salir de la página, más desolado y murrio que antes, cuando me di cuenta de que en la parte superior de la página de A.O.L. había una opción llamada «bloquear»; ella no me había bloqueado. Sencillamente había abandonado el puñetero chat. Era posible que solo hubiera salido de la web sin otra pretensión que la de atender los quehaceres de la vida real. La suya, particularmente.

Aun así no logré relajarme. La excitación del momento se esfumó en un segundo, de modo que me la guardé en los pantalones, insatisfecho, nervioso y malhumorado. ¿Adónde había ido Nazaret? ¿La había herido mi idiotez? Era muy posible.

Nunca hasta entonces me había planteado la escalofriante posibilidad de que yo fuera un idiota, pero la extraña actuación de la mujer —repito que para mí había dejado de ser una chica— me había llevado a caer en ello. El sabor y el sonido de la palabreja eran decididamente raros. Idiota. Idiota.

Sí, tal vez fuera un idiota. Tal vez hasta Ana me lo hubiera estado diciendo durante todo aquel tiempo, pero ya se sabe que los ególatras rara vez admiten sus fallos. Yo era un maldito ególatra que no hacía más que mirarse el ombligo para ver cómo se le acumulaban las pelusas. Algo de lo más deprimente.

Era tarde, y yo estaba cansado. Más que cansado, estaba harto. Como vulgarmente se dice, hasta los cojones. No sabía muy bien de qué, pero lo estaba.

«Esto es una mierda», pensé, cerrando la sesión en A.O.L. y levantándome de la butaca, cada vez de peor humor.

Una de las cosas que no soportaba, además de los pueriles berrinches de Ana, era excitarme y no poder llegar hasta el final. Con Nazaret acababa de ocurrirme, pero no estaba dispuesto a permitir que las ganas desapareciesen por sí solas. Ya era hora de ponerlo todo en su sitio.

Cerré los ojos y dejé que mi imaginación le pusiera voz a Nazaret Alcázar. La suya debía ser una voz dulce pero decidida, que acariciase y al mismo tiempo golpeara con fuerza. La voz de una mujer con una mente hecha para estimular.

Volví a excitarme rápidamente. Nazaret. La Nazarena. Me prometí que la recuperaría en cuanto tuviera la menor oportunidad. Me llamaría a mí mismo idiota y pediría perdón como nunca lo había hecho con Ana.

Entonces salí del estudio a zancadas y busqué a mi mujer. Estaba en el salón, sumida en un silencio lapidario y compadeciéndose de sí misma. Se me quedó mirando con la perplejidad pintada en el rostro. Quiso decir algo, pero no la dejé.

Sin comentar palabra, la llevé al dormitorio y me la follé hasta caer rendidos.


Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora