En vista de que Nazaret no regresaba al chat, recogí mis cosas y abandoné la sala de lectura con la cabeza gacha. Arrastrando lastimosamente los pies.
Me sentía como un maldito condenado a muerte.
Bajé las escaleras y me aproximé a la bibliotecaria, que andaba por allí haciendo no se sabe qué, y en apariencia falta de todo entusiasmo.
—Disculpe —le dije, obligándome a mostrar una amabilidad que por supuesto estaba muy lejos de sentir—, necesito saber una cosa.
La señora me observó con displicencia por encima de sus feas gafas de pasta.
—Dime —cloqueó, encogiéndose de hombros.
—¿Quién es la chica que se acaba de marchar? ¿Sabe cómo se llama?
—¿La morena? —preguntó ella, señalando hacia la puerta, tras la que continuaba lloviendo copiosamente—. No, no lo sé.
—¿No tiene carnet de socia?
La ceñuda mujer volvió a negar con la cabeza, visiblemente importunada.
—Viene aquí con regularidad desde hace más o menos tres semanas, pero aún no ha solicitado su carnet.
Aquello me dejaba en un callejón sin salida, desde luego; por un lado no tenía manera de rastrear el paradero de Nazaret Alcázar, y por otro tampoco sabía el nombre de la chica de los libros.
No había camino por el que andar.
—¿Con cuánta frecuencia viene?
—Prácticamente a diario.
—¿Sabe si viene por aquí a horas concretas? ¿Se ha fijado?
La bibliotecaria se me quedó mirando de pronto como si yo fuera una especie de criminal no fichado.
—No, no me he fijado —gruñó, dándome la espalda para aproximarse al mostrador del vestíbulo—, y aunque me hubiera fijado, tampoco te lo diría.
Vaya, hombre. No me sorprendió en absoluto su reacción. A fin de cuentas yo, un hombre, estaba haciendo preguntas acerca de una mujer. Lo aparente era muy turbador.
—No soy ningún pervertido ni ningún acosador, señora —me defendí, torciendo la boca en una sonrisilla jocosa—. Solo quiero saber quién es esa chica.
La otra me fulminó con la mirada desde detrás del mostrador. Evidentemente sospechaba de mis intenciones.
—Tendrías que habérselo preguntado tú mismo antes de que se marchara —me reprochó.
Sí, eso lo admitía. No había tenido reflejos. Lo único que me había importado había sido coger aquel dichoso papel, y había dejado escapar a la chica como un imbécil.
—Bien, no importa —zanjé—. Ya volveré otro día. Quizás haya suerte.
Ella esbozó una sonrisa tensa y venenosa. Cada vez me caía peor.
—Quizás —murmuró.
—Escuche, ¿podría hacerme un último favor?
—Si estás pensando en pedirme que le pregunte su nombre cuando aparezca por aquí, olvídalo —ladró la mujer—. No ayudo a cuarentones salidos.
Sentí un feroz deseo de insultarla, pero me mordí la lengua. El enfrentamiento podía terminar en desastre. Lo mejor era quedarme quieto y desearla lo peor para mis adentros.
Tras despedirme de ella salí de allí prácticamente a la carrera y sin mirar atrás.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...