79

131 15 0
                                    

Nazaret volvió a componer una expresión facial de lo más curiosa, mezcla de indolencia y ternura; sus pensamientos parecían alejarse y regresar continuamente, como si su cabeza estuviera dominada por una suave e incesante marea de ideas.

No me daba ninguna respuesta, y eso me mortificaba más que la posibilidad de una negativa. Al fin y al cabo no tenía que sorprenderme el hecho de que ella pudiera mandarme al cuerno, ¿no?

A mí me asustaba separarme de Ana, aunque me lo hubiera imaginado cientos de veces; me apetecía hacer una locura, cierto, pero ¿sería capaz de hacerlo a la hora de la verdad? A Nazaret solo le ofrecía una vida de ocultamientos, de mentiras, de temores y, posiblemente, de tristeza y de dolor.

Ella era libre, pero yo tenía puestos unos grilletes de los que no sabía si librarme o no. Mi vida con Ana no era sencilla, aunque tenía sus momentos. ¿Y si estaba cometiendo un error? ¿Y si al final me engañaba a mí mismo y terminaba haciéndoles daño a ambas?

Y sin embargo allí estaba, en la casa de una mujer prácticamente desconocida, de la que parecía haberme enamorado como un jovenzuelo con las hormonas revueltas. ¿Qué estaba haciendo en aquel lugar al que no pertenecía? ¿Qué coño me pasaba?

«Te has enamorado como un jodido becerro y has renacido, pedazo de idiota.» Mis reflexiones a veces podían ser de lo más esclarecedoras.

No podía soportar la idea de volver a casa con las manos vacías. ¿Para qué había vuelto a nacer si Nazaret no me quería en su vida? ¿Es que todo había sido un juego?

—Nazaret... —murmuré, desesperado.

Ella cogió el Ravini y después caminó tranquilamente pasillo adelante, hasta llegar a un salón amplio decorado al estilo rústico. La seguí arrastrando los pies, con la cabeza gacha y los hombros hundidos como un condenado a muerte camino del cadalso.

Había allí muebles de madera oscura y gastada, una gran estantería repleta de libros a mano derecha y tapetes de crochet por todas partes, pero supuse que no serían de Nazaret.

Mis nervios estaban a flor de piel. Sabía que ella estaba pensando una respuesta adecuada para mí, y demoraba, quizás adrede, el momento de dármela. Utilizaba los silencios tan magistralmente como las palabras, y eso me desarmaba.

—Sé que lo que te estoy ofreciendo es una mierda —me atreví a comentar, contemplando a Nazaret como si ella fuera un animal abandonado—. Comprendo que no quieras meterte en líos. A ninguna chica le gusta compartir con otra a un hombre.

Nazaret, para mi desolación, no dijo nada; abrió el ventanal emplomado de par en par, dejando entrar un aire fresco de olor a tierra mojada, a plantas tiernas, a flores de otoño. La lluvia seguía cayendo en torrente.

El húmedo vientecillo revolvió sus cabellos mojados y aireó su camisa. El sujetador negro se adivinaba al trasluz. ¡Qué deliciosa estampa formaba!

Mi polla volvió a endurecerse cuando observé cómo le quitaba el tapón a la botella de vermut y daba un trago largo, los ojos cerrados, la expresión placentera. Parecía estar haciéndole el amor a la maldita botella.

—Está bien. Mientras estés conmigo, ni tú ni yo seremos lo que somos ahí fuera —dijo por fin—. No tendremos pasado. Lo que hagamos aquí, se quedará aquí. Y sí —añadió, mirándome seriamente de reojo—, creo que podré aguantarlo. 

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora