Capítulo 1

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 "La herida es el lugar por donde entra la luz" Rumi

Dos minutos y todo parecía haber acabado. Cerró los ojos con fuerza, sintiendo sus párpados en tensión, apenas respiraba y su corazón latía lento, demasiado lento. Intentó coger aire, armarse de valor y luchar contra esa pesadez que invadía su cuerpo cada mañana; levantarse de la cama se había vuelto una odisea. La ansiedad del despertar le obligaba a mantenerse quieta, a no mover nada de su cuerpo por miedo a no aguantar, por miedo a dejar de ser. Se había pasado media vida escondiéndose y ahora no podía ser de otra manera. 

Amelia acababa de dejar todo lo que le recordaba a ella, acababa de dejar su ciudad natal, sus amigos, su familia y su trabajo ideal. Siempre se había sentido vacía, inacabada, y por eso  había decidido vaciarse de verdad, desprenderse de todo lo que le había atado durante años para (re)conocerse, para completarse, pero el camino estaba siendo más difícil de lo que creía.  La memoria  le seguía recordando y su mente le jugaba malas pasadas. Huir nunca fue la solución pero no era tiempo de volver. Hoy no. 

A pesar de su estado aletargado, muy en el fondo, Amelia estaba dispuesta a cambiar, a dejar atrás ese pasajero oscuro que en ocasiones le invadía. Le costaba luchar contra sus monstruos pero seguía en pie, estoica, contra viento y marea. Es verdad que el estar lejos de casa y no tener unas rutinas le hacían tirar la toalla con bastante frecuencia. Apenas llevaba más de cuatro meses en la gran ciudad y ya había dejado dos trabajos. Se había ido para mejorar y, sin embargo, su estado iba a peor. 

Como decía Jung "la soledad es peligrosa. Es adictiva. Una vez que  te das cuenta de cuánta paz hay en ella, no quieres lidiar con la gente" y Amelia se había acostumbrado a esa soledad, a una soledad que descubrió sin querer y que ahora la elegía cada día. No quería lidiar con la gente pero tampoco podía. La ansiedad en las relaciones sociales se había instaurado en su cerebro y sus habilidades sociales se habían mermado con el tiempo, el trato con las personas era escaso y  solo necesario. Por eso cuando recibió la llamada de su mejor amiga Natalia para que le ayudase con un caso, la ansiedad se hizo presente. Había estudiado psicología y había ejercido como orientadora en un instituto los últimos años, conocía las señales de la ansiedad y sabía lo que tenía que hacer, pero por mucha psicología que hubiese estudiado, por mucha teoría que supiese, la práctica era harina de otro costal. 

 - Natalia ¿no puedes pedirle ayuda a otra persona? Nieves también vive en Madrid, díselo a ella.-  Contestó un poco  molesta por la exigencia y la premura con la que Natalia le había llamado.

Nieves es de neuro, este caso tiene tu nombre, es de infanto-juvenil. ¡Venga! No me hagas rogarte, por favor. 

 - No soy de ruegos, pero Nat no sé si voy a ser capaz, ya sabes que no estoy al cien por cien y prefiero no coger casos.

 - Amelia, sé como funciona tu cabeza, por eso te lo digo, en cuanto conozcas al chico no te vas a poder resistir, por favor...

A pesar de la insistencia de su mejor amiga, Amelia no cedió. No era el momento para dedicarse a los demás. No ahora.

Aprovechó que se había levantado de la cama para ir a la ducha. Se vistió con lo primero que pilló y, aún con el pelo mojado, bajó al bar de enfrente. Desde que se mudó era el único sitio que visitaba de forma asidua. Siempre había sido una mujer de rutinas, pero ahora su único rutina era desayunar un día sí y uno no en ese pequeño y modesto bar llamado "El Asturiano". En él trabajaba un matrimonio, Marcelino y Manolita, y el padre de éste, Pelayo, conformaban una trío muy agradable. Desde el primer día Marcelino había mostrado cierta debilidad por la joven, siempre muy atento y sacándole alguna sonrisa, lo cual Amelia agradecía de todo corazón, no todo el mundo era capaz de hacerla sonreír.

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