48. Yo no soy así

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Carlos me abraza con ternura y yo me refugio en su pecho. Inevitablemente le conté lo sucedido y no dudó en coger el primer autobús que había para pasar el día conmigo, aunque le dije una y otra vez que estaba bien, cosa que no es cierta.
Bea nos ha dado intimidad y se ha ido a la playa mientras él y yo estamos en el paseo marítimo, sentados en una zona de césped con palmeras que nos dan sombra.
La noche que Héctor me sacó de aquel lugar, después de estar en su casa y tomarme una tila decidí irme. Trató de impedirlo una y otra vez, al igual que hablaron sobre qué decisión iba a tomar al respecto, pero yo solo quería volver a casa. Héctor y Sara merecían tiempo a solas y yo no quería ser ninguna clase de molestia.
Durante toda la mañana del domingo Héctor me escribió, pero no le contesté a ninguno de los mensajes, de ello se encargó Bea, pero aún así sigo teniendo mensajes suyos sin leer. Después de descansar un poco llamé a Carlos para contarle lo sucedido y cuatro horas más tarde se presentó aquí, aunque no pasará más de tres horas hasta que tenga que volver a casa. No tenía por qué haber venido y aquí está, abrazándome y recordándome cuanto me quiere, tratando de tranquilizarme, pero lo cierto es que no lo hace, porque sigo teniendo un nudo en el pecho que no me deja respirar.
—Mayo, escúchame un segundo ¿vale? —dice acariciando mi rostro.
Me pierdo unos segundos en el color miel de sus iris, contando los destellos amarillentos que hay en ellos para relajarme. Su pelo castaño está algo más claro debido al sol y miro sus pecas repartidas a lo largo de la nariz y mejillas. Él nunca me haría daño.
Asiento y estoy atenta a sus palabras, porque la realidad es que desde ayer, apenas me apetece hablar de nada. Solo quiero meterme en la cama a llorar, pero eso haría que mis padres se diesen cuenta de que pasa algo grave, por ello me obligué a salir, además, que conozcan a Carlos en esta situación, no me parece buena idea.
—Haz lo que tú prefieras, pero creo que tus padres deberían saberlo —intento apartar la mirada y me sostiene el rostro con cariño.
—Me da miedo decepcionarlos —confieso.
—Ven aquí. Tú no podrías decepcionar a nadie —vuelve a abrazarme.
Claro que podría decepcionar a mucha gente, comenzando por él.
Carlos me relaja y me convence para ir a denunciar ese mismo día. Cuando se lo comunicamos a Bea, asiente con un pequeño brillo en los ojos y me abraza. Ella se encarga de llamar a Héctor. Carlos piensa que cuantos más testigos haya, será mucho mejor.
A las seis, nos presentamos en comisaría y Héctor y Sara ya están allí. Las ganas de llorar vuelven más fuertes y esta vez no puedo reprimir soltar un sollozo. Me siento frágil y patética. ¿Desde cuando necesitaba a tantas personas para afrontar una situación? Salgo despavorida del lugar, ante la mirada atenta de todos.
Cuando llevo un tramo de la calle andado Carlos me para y le grito que me suelte. Todos miran la escena preocupados.
—Mirad, es una mala idea. Estoy bien, no ha pasado nada. No removamos más la mierda.
—Abril... No estás bien —me dice Bea con ojos tristes.
—Piensa que tu ayuda, ayudará a que a otras mujeres no les pase lo mismo —intenta razonar Sara.
—¿Ahora depende de mí el jodido destino de alguien? —una risa nerviosa me invade.
Doy vueltas en círculos al punto de la histeria.
—Abril, no te preocupes. No es una mala idea, tranquila. Si quieres esperamos unos minutos —Carlos intenta cogerme la mano, pero me aparto.
—¡No quiero esperar nada! ¡Quiero irme a casa!
Me miran en silencio. Aprieto mis puños con impotencia pensando una y otra vez que no pueden entenderlo. El horror que supone no acordarte de qué has hecho, o mejor dicho, qué te han hecho. La desagradable sensación de que cualquier ropa que te pongas, de repente la sientes como una invitación a que alguien se aproveche de ti. Pensar repentinamente de que unos simples vaqueros te marcan demasiado el culo, o si la camiseta es demasiado ceñida. Es horrible. No tienen ni idea.
—Dejadnos a solas unos minutos —les dice Héctor.
Carlos lo mira fijamente y asiente, apartándose junto a Bea y Sara a una distancia donde no nos pueden escuchar.
Héctor se pasa las manos por el pelo suelto, mirando hacia el cielo para luego reparar en mí. Yo aparto la mirada y me limpio las lágrimas.
—Si de verdad es lo que quieres, solo tienes que decírmelo y nos vamos de aquí, pero solo si es lo que de verdad deseas.
Frunzo el ceño y sigo evitando su mirada al contestar.
—¿No se supone que ibas a convencerme? —río nerviosa.
—No Abril. Esto no es convencerte para presentarte a un examen de la universidad para el que apenas has estudiado. Esto es algo que depende de ti, que nosotros no podemos comprender ni somos quién para meterte prisa. Necesitas tu tiempo.
Héctor coloca sus manos en mis hombros y los frota sin darme cuenta de que estoy tiritando. Retengo las lágrimas y miro hacia la pared de ladrillos del edificio, contando pequeñas manchas en la pared.
—Pero lo que sí te quiero decir es que te conozco y sé que vas a querer hacerlo y cuanto antes lo hagas, será mejor. No lo vas a hacer sola, porque voy a estar contigo en todo momento y si quieres, lo hago yo. Escúchame princesa —gira mi barbilla y mis ojos se encuentran con los suyos. Eso es suficiente para que deje de temblar—. No estás sola.
De nuevo rompo a llorar y Héctor me abraza contra su pecho, acariciando mi pelo y repitiéndome una y otra vez que todo va a ir bien.
—¿Cómo va a ir bien? ¿Sabes que es no acordarte de casi nada? La sensación de sus manos sobre mi piel. ¡Por más que me ducho no se va! —chillo con impotencia.
Héctor acaricia mi cuello levemente y retengo la respiración. Nota la rigidez de mi cuerpo y se disculpa instantáneamente.
—Lo sé. Sigues teniendo la piel tan enrojecida como ayer —deja sus manos suspendidas y las retira para no tocarme a causa de mi reacción—, pero te juro que todo esto va a pasar. Te lo prometo.
Acerco mi mano temblorosa a la suya y deslizo sus manos por mi piel, porque aunque me sorprendió su tacto, con él me siento tranquila. Héctor acaricia mis mejillas y baja lentamente con suavidad por las rojeces de mi cuello y hombros, mirándolas con ojos tristes que hace que se me encoja el corazón. Siento que en parte la yema de sus dedos borra parte del recuerdo, aunque sea solo por un breve instante.
—No puedo Héctor. Me siento débil y frágil a tal punto que me doy asco. No quiero que mis padres me vean así, no quiero que nadie sepa que estoy así. Yo no soy así —me abrazo más a él.
—Escúchame Abril —se separa unos centímetros y baja su rostro para que nuestros ojos estén a la misma altura— Claro que no eres así, ¿me oyes? Eres la persona más jodidamente fuerte que conozco. Eso no lo puede cambiar nada ni nadie. No me jodas, has lidiado con un ex capullo todo este tiempo. Nadie más aguantaría eso —me guiña el ojo.
Y lo consigue. Suelto una pequeña risita a mi pesar que hace que él sonría y me estreche una vez más contra su pecho, aliviando toda clase de malestar. Le digo lo idiota que es a lo que me dice que no le cambie a estas alturas el mote, que idiota o capullo, las dos cosas por lo visto no pueden ser, cosa que me hace reír un poco más e incluso entrar en una estúpida conversación sobre la importancia de los insultos.
Cuando consigo relajarme en la mayor medida de lo posible Héctor me tiende una mano.
—Princesa ¿vamos?
—¿Estarás conmigo?
—Siempre.
Entrelazo mis dedos con los suyos.

Ex, vecinos y el Hilo Rojo del Destino (2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora