101. Sé que estás enfadada, pero no sabía que al nivel de querer matarme

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Héctor:

Tantas lecciones que me ha intentado dar Isa siempre en vano, para que finalmente, sí me haya dado la gran lección de mi vida. Intenté ser un adulto cuado problemas de críos me han llevado a abandonar mi puesto de trabajo.
Al llegar a mi bloque, Rosalinda, la señora de la segunda planta, me sostiene la puerta para que pase con ella. La cojo a tiempo para invitarla a pasar y le ofrezco mi brazo hasta llegar ambos al ascensor.
—Que fuerte estás, muchacho —me da un toquecito en el antebrazo entre risas.
—Eso es usted que me ve con buenos ojos —le devuelvo una sonrisa.
—Si tuviese cincuenta años menos... —bromea.
Pulso el botón y mantenemos la típica conversación cordial. Me pregunta si vengo del trabajo y le cuento que más bien, vengo de recoger mis cosas para otro puesto de trabajo.
—No pareces contento.
—Bueno, supongo que serán los nervios por tener a compañeros nuevos —miento.
Las puertas de metal verdosas se abren y la dejo pasar para subirme tras ella. Pulso nuestras respectivas plantas.
—Vas a tener tantos trabajos en la vida que un día los nervios se convertirán en aburrimiento de ver con qué nuevo inepto te toca —suelta una pequeña risa ronca.
—¿Le ha pasado mucho?
—Oh, muchacho, ¿por qué te crees que tengo tantas arrugas?
El ascensor llega a su planta y lo deja retenido unos segundos para decir algo más.
—Intenta no darle importancia. Los años me han enseñado que los niños y los ancianos tenemos algo en común que os falta a los jóvenes y adultos: la ignorancia, aunque en los últimos, es elegida. Los problemas nunca son tan graves como parecen.
Me sonríe una última vez antes de despedirse con un leve movimiento de manos que le devuelvo.
Ojalá tener la capacidad de ignorarlo todo, así no estaría la mayor parte del día con un humor jodidamente irritable.
Al llegar a casa, el olor a pollo con curry hace que me ruja de forma sonora el estómago. Si intento rememorar, apenas recuerdo haber comido en condiciones en estos días.
Me asomo a la cocina y Sara está con los auriculares de espalda a mí. Viste con su ropa de pijama en vez de con mi ropa. Me he dado cuenta de esto hace mucho. Tiene marcados ciertos límites que no logro entender y el respeto lo tiene a primera hora del día. Cuando no estoy en casa, jamás la encuentro al volver en mi habitación u otra zona que no sea la cocina o el salón. Me pregunto hasta que punto considera que no tiene derecho tras estos meses, cuando hemos dormido juntos en innumerables ocasiones y semanas enteras. Quizá soy yo el que de forma indirecta, le haya hecho pensar que debe tener esos límites.
Sara recoge su pelo corto en una coleta que no le recoge el pelo al completo, y me fijo en una nueva cicatriz que tiene en el cuello. Tiene innumerables cicatrices de sus días en el campo. Me contó que cuando era pequeña, sus padres iban a acabar arruinados de tener que comprarle curas para las heridas.
Decido intentar un acercamiento para borrar la frialdad de estos días, y me acerco por las espaldas para sorprenderla con un beso en el cuello.
Antes de que pueda ni tan siquiera rozarla, me encuentro con un tenedor apuntando a mi cuello y la mirada calculadora de Sara que pasa de la acción a la tranquilidad en unos segundos. Suspira de forma sonora a la vez que quita la parte afilada de mi cuello, el cual me toco de forma inconsciente y aliviado.
—Sé que estás enfadada, pero no sabía que al nivel de querer matarme.
—Te dije que nunca vengas por la espalda si avisar —me sonríe antes de seguir cocinando.
—Pero me dijiste tarde lo de "hija de militar". No sabía a los peligros que me enfrentaba —la abrazo por la espalda.
Me viene un ligero olor a manzanas de su cuello y por unos segundos me parece raro que no utilice el de melocotón, pero de repente conecto y recuerdo que ese olor no pertenece a la chica que estoy abrazando.
La chica que tiene mis pensamientos nublados está en brazos de otro, y eso fue solo culpa mía, pero no tuve los suficientes cojones para impedir que acabásemos como estamos ahora. Solo me queda intentar con todas mis fuerzas volver a enamorarme.
—¿Recogiste tus cosas?
Deposito un beso forzado en el cuello de Sara y asiento con la cabeza.
—¿Te sientes mejor?
—Como una mierda —me sincero mientras deposito otro beso más cerca de su oreja.
—Entonces, necesito que me explique por qué lo has hecho.
Y volvemos al mismo maldito tema. Me aparto de ella al tiempo que apaga la vitrocerámica y se gira con los brazos cruzados a la espera de una respuesta.
Sus ojos se paran justamente en los míos hasta que me hace sentir incómodo y aparto la mirada, cosa que le provoca una pequeña risa que me molesta.
—¿Qué? —digo malhumorado.
—Que no comprendo por qué te empeñas en alejarte de ella cuando es más que evidente que hacerlo te perjudica.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no es así?
—Sabes que lo es, solo que me molesta que trates de hacerme creer que no es así cuando sabes que te doy las libertades para que seas sincero.
—¿Pero qué cojones? Parece que quieres que me lo monte con ella —suspiro con indignación.
—¿Por no estar celosa? ¿Por pedir sinceridad? Dime, Héctor.
Suelto la bolsa en el suelo y camino hacia el extremo opuesto de la cocina. Estoy cansado de estas discusiones y de su comprensión. Estoy furioso de que no me mande a la mierda y aún con todo esto, quiera permanecer a mi lado. Lo odio.
—¿No tienes miedo a perderme o alguna puta mierda de esas? Porque si tú estuvieses con tu ex yo...
—¿Es eso?
Me interrumpe y ase acerca a mí hasta quedar a unos pocos centímetros. Mi mirada se desvía un instante a su escote sin sujetador y pienso que deberíamos estar en la cama en vez de discutiendo, pero sé perfectamente que en la cama mi mente me llevaría a sitios que no quiero explorar. El sexo es mucho más sencillo que entregar tus miedos en bandeja de plata.
—Quizá el problema está en que no sabéis querer —acaricia mis labios con la yema de sus dedos.
Sus ojos parecen un reflejo de todo aquello que quiero decir y no sale de mi boca, como si pese a todo, ella supiese parte de lo que me pasa, o al menos, me comprendiese de alguna forma.
—Vivís con el miedo constante de la pérdida —se acerca un poco más—, sin comprender, que la pérdida es parte de la vida lo queráis o no. Jamás tendréis el poder sobre eso —besa la comisura de mis labios.
Sus manos intenta acariciar mi mejilla y en un acto reflejo la detengo. El corazón me martillea con una fuerza abrumadora y el miedo se hinca en la boca de mi estómago como un puñal que se retuerce hasta dejarme sin aliento.
La pérdida. Estoy acostumbrado. Debo estarlo. ¿Cómo no voy a estarlo después de todo?
Reacciono. Solo tengo que repetirlo diez veces. Diez veces delante de un espejo. Delante del espejo de sus ojos azules.
—Te quiero.
Sus ojos se abren como platos y tapo sus labios con mi mano antes de que pueda decir nada.
—Déjame quererte.
Algo dentro de mí se rompe.

Ex, vecinos y el Hilo Rojo del Destino (2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora