118. Echaba de menos muchas cosas

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Nerea me dijo que Héctor está en la sala de descanso con un hombre que lo estaba buscando. Camino por el pasillo con un nudo en el estómago cuando escucho un grito tras la puerta.
—¡Ni se te ocurra volver a mi puto trabajo!
—¡Niñato de mierda!
Sin pensarlo, entro en la habitación y busco a Héctor. Un hombre de complexión ancha lo agarra de la camisa a la vez que él lo agarra de la suya. Avanzo de forma automática y agarro la mano de Héctor para que lo suelte. No sé qué está pasando, pero ya estuvo en el calabozo, dudo que le venga bien meterse en otra pelea.
Sus ojos verdes me miran al principio con la misma ira que le miraban a él, pero, en pocos segundos, se abren de par en par y parecen reconocerme. Acaricio sus nudillos tensos y lo suelta a la vez que yo pongo la mano en el pecho del otro hombre que me mira con desprecio. Su pelo negro y su mandíbula ancha me intimidan. Aparto a Héctor de él por instinto.
—¿Y tú quién coño eres?
—La chica que va a llamar a la policía como no te vayas de aquí.
Me fulmina con la mirada y se acerca un paso a mí. Héctor pone una mano en mi hombro y se pone a mi lado, unos centímetros adelantando a mí y lo señala.
—Ni se te ocurra alzarle la voz. Ni la mires —su voz destila odio.
—No sabía que tenías novia —me mira de arriba abajo.
—No sabes ni que estoy operado de apendicitis. Es lo que tiene haberme abandonado hace doce años.
De pronto veo el parecido. La forma de los pómulos, su complexión, el grosos de sus cejas... Es su padre.
Héctor me acerca a él y me encuentro pegada a su pecho. Su respiración es violenta y yo trato de calmarlo rodeando su cintura y acariciando su espalda con pequeños movimientos que parecen funcionar. Sus músculos se destensan un poco.
—Y es lo mejor que hice en mi vida.
Mis brazos se ponen rígidos sobre su espalda. ¿Cómo puede decirle eso a su propio hijo? Una mezcla de dolor y rabia me ciega por completo. Nadie se merece que lo traten así, y mucho menos que un padre, esa persona que debería protegerte del mundo, intente demostrarte lo insignificante que eres.
Me giro hacia él de forma lenta, con el corazón taponándome los oídos y con la idea clara de hacer que se vaya.
—Pues sí, es lo mejor que hiciste en la vida, ¿y sabes por qué? Porque le has hecho el favor de no tener que criarse con una basura humana como tú, y gracias a eso es quién es hoy en día.
—Zorra de...
—¡Vete de una jodida vez! —grita Héctor. La puerta se abre y entra Mario alarmado, pero le hace una seña para que no se meta—. No vas a ver ni un jodido euro ¿entendido?
Mario interviene cuando se acerca a nosotros y le pone una mano en el hombro con más fuerza de la normal.
—Señor, me temo que es la zona de empleados. No montemos un escándalo, ¿de acuerdo?
Se suelta de su agarre mascullando insultos entre dientes y se va de la sala. Se escucha a la lejanía un portazo.
Mario nos mira con el ceño fruncido y antes de que pueda formular la pregunta, Héctor lo zanja con que son cosas de familia. Nunca lo vi tan alterado. Mario me echa una mirada significativa antes de marcharse. Nos deja intimidad.
Cuando la puerta se cierra, Héctor sigue con sus manos sobre mi cintura. En el silencio que nos envuelve, me doy cuenta del calor que desprenden sus manos y en el cosquilleo que hay en las zonas donde me toca. Las pulsaciones se me disparan y mis pulmones se llenan de su aroma. El llanto se me atora en la garganta ¿Tanto le he echado de menos?
De pronto, mi cuerpo retrocede cuando él me pega a las taquillas. Su mano acaricia mi mejilla y se desliza lentamente por mi cuello hasta parar a la altura de la nuca. Mis manos se agarran por instinto a su camisa a la vez que mis piernas tiemblan aunque no hace frío debido al calefactor.
No decimos nada. Simplemente nos miramos mientras sus manos acarician mi pelo y una pequeña sonrisa sale de sus labios.
—Echaba de menos tu pelo.
La primera frase que me dirige, pero siento como una bandada de mariposas estallan en mi estómago y lo intentan reducir todo a cenizas.
Su pelo está aún más largo. Tiene una pequeña melena de color ébano revuelta. Quiero deslizar mis dedos por su pelo, pero me contengo.
—¿Solo mi pelo? —susurro.
—Echaba de menos muchas cosas... —baja sus ojos a mis labios.
La boca se me seca y de repente se aleja, haciendo que esta vez sí sienta frío.
Sus hombros se ven alicaídos y su mirada se posa sobre la puerta por la que se ha ido su padre hace tan solo unos minutos.
—¿Qué haces aquí? —pregunta sin mirarme.
Me da la espalda y se sienta en el sillón. Me mantengo en la misma postura, alejada de él para no poder cometer ningún error del que me pueda arrepentir
—¿Quieres hablar de lo ocurrido? —digo con cautela.
—¿De qué? ¿De que es un puto cerdo que me aban... —su voz se quiebra—. No. No quiero hablar —intenta recomponerse.
Me siento en la mesa, frente a él y cojo sus manos entre las mías. Acaricio sus muñecas y subo hacia sus manos. Entrelaza sus dedos con los míos y ambos miramos nuestras manos unidas. Encajan a la perfección.
—¿Por qué nunca me lo contaste?
—Porque explicar a alguien que tu propio padre no te quiere, es jodido.
Sus manos tiemblan ligeramente y sus ojos se enrojecen.
—¿Sabes? Siempre apareces cuando más lo necesito.
Nuestros ojos se vuelven a encontrar y toda la emoción me desborda.
—¿Tu lo dijiste, no? Da igual el tiempo o el lugar. Es como si estuviésemos unidos por...
—El hilo rojo del destino.
No creo en el destino, pero... A veces dudo.

Ex, vecinos y el Hilo Rojo del Destino (2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora