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nuevo bajo sus troncos, donde se le oyó removerse y murmurar-: ¡Qué hatajo de


tonterías! -cada vez que Sophie y Michael hablaban sobre el conjuro.


Para entonces Sophie había sucumbido a la intriga. Guardó sus triángulos azules,


cogió papel y pluma y empezó a tomar tantas notas como Michael. Los dos pasaron


el resto del día con la mirada perdida, mordisqueando la pluma y lanzándose


sugerencias el uno al otro.


¿Sirve el ajo para ahuyentar la envidia? Podría recortar una estrella de papel y


dejarla caer. ¿Se lo decimos a Howl? A Howl le gustarían las sirenas más que a


Calcifer. No creo que Howl tenga una mente honesta. ¿Y Calcifer? ¿Dónde están los


años pasados? ¿Quiere decir que una de esas raíces secas puede dar frutos?


¿Plantarla? ¿Junto a la salvia? ¿En una concha de mar? Pezuñas rotas, la mayoría de


los animales excepto los caballos. ¿Herrar un caballo con un diente de ajo? ¿Viento?


¿Olor? ¿El viento de las botas de siete leguas? ¿Es Howl malvado? ¿Dedos partidos


en botas de siete leguas? ¿Sirenas con botas?


Mientras Sophie escribía todo esto, Michael preguntó con la misma


desesperación:


-¿Es posible que el viento sea algún tipo de polea? ¿Un hombre honesto


ahorcado? Pero eso es magia negra.


-Vamos a cenar -dijo Sophie.


Comieron pan y queso, todavía con la mirada perdida. Por fin Sophie dijo:


-Michael, por lo que más quieras, vamos a dejarnos de acertijos y hagamos


exactamente lo que dice ahí. ¿Cuál es el mejor sitio para atrapar una estrella fugaz?


¿En las colinas?


-Los pantanos de Porthaven son más llanos -dijo Michael-. ¿Podemos


hacerlo? Las estrellas fugaces son rapidísimas.


-Y nosotros también, con las botas de siete leguas -señaló Sophie.


Michael se levantó de un salto, aliviado y contento.


-¡Creo que tienes razón! -dijo mientras buscaba las botas-. Vamos a probar.


Aquella vez Sophie cogió prudentemente su bastón y su chal, porque ya había


oscurecido. Michael estaba girando el taco con la mancha azul hacia abajo cuando


ocurrieron dos cosas extrañas. En la mesa, los dientes de la calavera empezaron a


castañear. Y Calcifer ardió muy alto, hasta la repisa de la chimenea.


-¡No quiero que os vayáis!


-Volveremos enseguida -dijo Michael en tono tranquilizador.


Salieron a la calle en Porthaven. Era una noche luminosa y cálida. Sin embargo,


en cuanto llegaron al final de la calle, Michael recordó que Sophie había estado


enferma aquella mañana y empezó a preocuparse por los efectos de la brisa nocturna


sobre su salud. Sophie le dijo que no fuera tonto y avanzó decidida con su bastón


hasta que dejaron atrás las ventanas iluminadas y la noche se volvió amplia, húmeda


y fría. Los pantanos olían a sal y a tierra. El mar brillaba y ondulaba suavemente a su


espalda. Sophie sentía, más que ver, las millas y millas de llanura que se extendían

EL CASTILLO AMBULANTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora