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los sesos buscando la forma de averiguar cómo había sabido la señora Fairfax que
Lettie era Lettie, sin molestar a Michael. La señora Fairfax hizo una pausa para
respirar mientras enderezaba una gran planta de altramuces.
Sophie aprovechó la oportunidad.
-Señora Fairfax, ¿no era mi sobrina Martha la que tenía que haber venido con
usted?
-¡Qué niñas más traviesas! -dijo la señora Fairfax, sonriendo y sacudiendo la
cabeza-. ¡Como si no fuera a reconocer uno de mis propios conjuros con miel! Pero
como le dije a ella entonces: «No quiero tener aquí a nadie contra su voluntad y
prefiero enseñar a alguien dispuesto a aprender. Pero una cosa está clara, nada de
fingir. O te quedas siendo tú misma, o nada». Y ha funcionado perfectamente, como
ves. ¿Está segura de que no quiere quedarse y preguntarle usted misma?
-Creo que será mejor que nos vayamos -dijo Sophie.
-Tenemos que volver -añadió Michael, dirigiendo otra mirada nerviosa hacia
los manzanos. Cogió las botas de siete leguas del seto y colocó una de ellas fuera de
la valla para Sophie-. Y esta vez te voy a llevar de la mano.
La señora Fairfax se asomó mientras Sophie metía el pie en la bota.
-De siete leguas -dijo-. Hacía años que no las veía. Muy útiles para alguien
de su edad, señora... No me importaría tener un par a mí también. ¿Así que es de
usted de quien Lettie ha heredado la magia, no? No es que sea necesariamente
hereditaria, pero muchas veces...
Michael agarró el brazo de Sophie y dio un tirón. Las dos botas se posaron en el
suelo y el resto de la charla de la señora Fairfax se desvaneció en el ¡zip! y golpe de
aire. Al momento siguiente Michael tuvo que plantar bien los pies para no chocarse
contra el castillo. La puerta estaba abierta. En el interior, Calcifer gritaba:
-¡Puerta de Porthaven! Alguien está llamando desde que os fuisteis.

EL CASTILLO AMBULANTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora