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más tarde, Sophie se atrevió a preguntarle a Fanny:—¿No debería ganar un sueldo? —¡Claro que sí, cariño, con todo lo que haces! —respondió l:anny cariñosamente, colocando un sombrero rosa en el escaparate—. Me encargaré de eso en cuanto haya hecho las cuentas esta noche. Y entonces salió y no regresó hasta que Sophie ya había cerrado la tienda y se había llevado a casa los sombreros del día para adornarlos. Al principio Sophie se sintió mal por haber hecho caso a Martha, pero cuando Fanny no mencionó su sueldo ni aquella noche ni en toda la semana, empezó a pensar que Martha tenía razón. —A lo mejor me está explotando —le dijo a un sombrero que estaba adorando con seda roja y un ramillete de cerezas de cera—, pero alguien tiene que hacer estas cosas, o no habría sombreros para vender. Terminó el sombrero y estaba mirando uno blanco y negro, muy elegante, cuando se le ocurrió otra cosa: —¿Acaso importa que no haya sombreros para vender? —le preguntó. Miró a su alrededor, a los sombreros colocados en sus hormas o esperando en un montón a que ella los adornara—. ¿Para qué servís, vamos a ver? —les preguntó—. A mí desde luego no me estáis sirviendo para nada bueno. Y a punto estuvo de salir de casa a buscar fortuna, cuando recordó que era la hermana mayor y que no valía la pena. Volvió a tomar el sombrero con un suspiro. A la mañana siguiente todavía seguía descontenta, sola en la tienda, cuando una joven de aspecto ordinario entró hecha una fiera, haciendo girar un bonete color champiñón que sujetaba por los lazos. —¡Mira esto! —exclamó la joven—. Me dijiste que era el mismo bonete que llevaba Jane Ferrier cuando conoció al conde. Y era mentira. ¡No me ha ocurrido nada de nada! —No me extraña —dijo Sophie, sin poder contenerse—. Si eres tan tonta como para llevar ese bonete con esa cara, es que no tienes seso ni para distinguir al mismísimo Rey si apareciera por aquí. Eso si no se convirtiese en piedra nada más verte, claro. La clienta le lanzó una mirada asesina. Luego le arrojó el bonete y salió de la tienda. Sophie lo metió con cuidado en la papelera, jadeando. Según decían las reglas, el que pierde los nervios, pierde un cliente. Y acababa de demostrar que era cierto. Lo que más le preocupó fue darse cuenta de cómo había disfrutado. Sophie no tuvo tiempo de recuperarse. Se oyó el sonido de las ruedas y los cascos de un caballo y un carruaje oscureció el escaparate. La campana de la tienda repiqueteó y entró la clienta más elegante que había visto nunca, con un chal color arena sobre los hombros y un traje negro en el que centelleaban diamantes. Los ojos de Sophie se dirigieron en primer lugar hacia el ancho sombrero de la señora, que tenía auténticas plumas de avestruz teñidas para reflejar los rosas, verdes y azules que refulgían en los diamantes, y seguía pareciendo negro al mismo tiempo. Aquel

EL CASTILLO AMBULANTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora