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violentamente con el bastón—. ¡Ábrete! —aulló. La puerta se abrió de golpe hacia adentro, mientras seguía alejándose. Sophie, cojeando furiosamente, consiguió poner un pie sobre el escalón. Luego saltó y se tropezó y volvió a saltar, mientras los grandes bloques negros alrededor de la puerta se movían y crujían a medida que el castillo cogía velocidad sobre la desigual ladera. A Sophie no le extrañó que el castillo tuviera una planta tan torcida. Lo que la maravillaba era que no se cayera a pedazos allí mismo. —¡Qué manera más estúpida de tratar un edificio! —jadeó mientras se arrojaba en su interior. Tuvo que soltar el bastón y agarrarse a la puerta abierta para no salir despedida hacia fuera inmediatamente. Cuando consiguió recuperar un poco el aliento, se dio cuenta de que ante ella había una persona de pie, sujetando la puerta. Era una cabeza más alto que Sophie, pero vio que era casi un niño, solo un poco mayor que Martha. Y parecía que intentaba cerrar la puerta y echarla de la habitación que veía al otro lado, cálida a la luz de las lámparas, con el techo bajo de vigas descubiertas, para expulsarla otra vez hacia la noche. —¡Ni se te ocurra cerrarme la puerta en las narices, jovencito! —le dijo. —No era mi intención, pero usted está dejando la puerta abierta —protestó—, ¿Qué quiere? Sophie miró a su alrededor. Había varias cosas probablemente mágicas colgando de las vigas, ristras de cebollas, manojos de hierbas y paquetes de extrañas raíces. También había otras que eran mágicas sin duda alguna, como libros con tapas de cuero, botellas torcidas y una calavera humana vieja, marrón y sonriente. Al otro lado del muchacho había una chimenea con un fuego pequeño ardiendo en el hogar. Era un fuego más pequeño de lo que el humo del exterior hacía suponer, pero obviamente aquella era solamente una sala trasera del castillo. Y, lo que era más importante para Sophie, aquel fuego había alcanzado la etapa rosada y tranquila, con llamas azules bailando sobre los troncos, y junto a él, en la situación más cálida, había una silla baja con cojines. Sophie empujó al muchacho a un lado y se lanzó hacia la silla. —¡Ah! ¡Mi fortuna! —dijo, acomodándose. Era una delicia. El fuego calentó sus achaques y la silla confortó su espalda y entonces supo que si alguien quería echarla de allí, tendría que usar la magia más extrema y violenta para conseguirlo. El muchacho cerró la puerta. Luego cogió el bastón de Sophie y lo apoyó educadamente contra su silla. Sophie se dio cuenta de que no había ningún indicio de que el castillo estuviera moviéndose sobre la ladera: ni siquiera se oía el eco del traqueteo ni se percibía el menor temblor. ¡Qué raro! —Dile al mago Howl —le dijo al joven— que este castillo se le va a derrumbar sobre la cabeza si sigue moviéndose así. —El castillo está encantado para no derrumbarse —respondió el muchacho—. Pero me temo que Howl no se encuentra aquí en este momento. Aquello era una buena noticia para Sophie. —¿Cuándo volverá? —preguntó

EL CASTILLO AMBULANTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora