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desesperados y después en alaridos de dolor y terror. Sophie se tapó los oídos con las manos, pero los gritos las traspasaron, cada vez más altos, cada vez más horribles. Calcifer se encogió a toda prisa en el hogar y se escondió bajo el tronco del fondo. Michael agarró a Sophie del codo y la llevó hacia la puerta. Hizo girar el picaporte dejando el azul hacia abajo, abrió la puerta de una patada y los dos salieron a la calle en Porthaven, tan rápido como pudieron. El ruido era casi igual de horrible allí fuera. Se abrieron puertas por toda la calle y la gente salía corriendo de las casas tapándose los oídos. -¿Debemos dejarlo solo en ese estado? -tembló Sophie. -Sí -dijo Michael-. Y si cree que es culpa tuya, sin duda. Recorrieron a toda prisa la ciudad, perseguidos por gritos espeluznantes. Toda una multitud iba con ellos. Pese a que la niebla se había convertido en una llovizna típica de la costa, todos se dirigieron a la bahía o la playa, donde el ruido parecía más fácil de soportar. La inmensidad gris del mar mitigaba un poco aquel estruendo. La gente estaba de pie en grupitos mojados, mirando a la blanca niebla sobre el hori-zonte y las gotas que caían de los amarres de los barcos mientras el ruido se convertía en un llanto gigantesco y desolador. Sophie se dio cuenta de que estaba viendo el mar por primera vez en su vida. Era una pena que no pudiera disfrutarlo más. Los llantos fueron dando paso a tristísimos suspiros y por fin al silencio. La gente se puso en camino hacia sus casas con mucho cuidado. Algunos se acercaron tímidamente a Sophie. -¿Le ocurre algo al pobre hechicero, señora Bruja? -Hoy está un poco triste -respondió Michael-. Vamos. Creo que ya podemos arriesgarnos a volver. Mientras avanzaban por el malecón, varios marineros los llamaron con preocupación desde sus barcos amarrados, para preguntarles si aquel ruido significaba tormentas o mala suerte. -Claro que no -dijo Sophie-. Ya ha pasado todo. Pero no era verdad. Regresaron a la casa del mago, que era un edificio torcido y ordinario por fuera que Sophie no habría reconocido si Michael no hubiera estado con ella. Michael abrió la puerta destartalada con mucho cuidado. Dentro, Howl seguía sentado en la banqueta. Tenía una actitud de desesperación absoluta. Y estaba cubierto de pies a cabeza con una gruesa capa de lodo verde. Había una cantidad horrible, tremenda y violenta de aquella sustancia viscosa, montañas enteras. Cubrían a Howl completamente. Tenía la cabeza y los hombros bañados con gruesos pegotes de lodo que se amontonaba en las rodillas y le resbalaba por las piernas en gruesos goterones y caía de la banqueta en hebras pegajosas. Unos dedos largos y verdes habían llegado hasta el hogar. Olía fatal. -¡Salvadme! -gritó Calcifer con un susurro ronco. Solo quedaban dos llamitas desesperadas-. ¡Esta cosa me va a apagar! Sophie se levantó la falda y se acercó a Howl tanto como pudo, que no fue mucho.

EL CASTILLO AMBULANTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora