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castillo se detuvo para que Sophie pudiera bajarse. Entre los arbustos, había


senderos cubiertos de hierba larga y verde que llevaban en todas direcciones. Howl


y Sophie caminaron por el más cercano y el castillo los siguió, rozando apenas los


pétalos más altos. El castillo, por muy alto, negro y deformado que fuera, con sus


peculiares hilillos de humo de una torre a otra, no desentonaba. Allí también se


había obrado magia. Sophie lo sabía. Y el castillo, de alguna manera, encajaba en


aquel lugar.


El aire era cálido y húmedo y estaba impregnado del perfume de las flores, de


miles de ellas. Sophie estuvo a punto de decir que le recordaba al aroma del cuarto


de baño tras una sesión de Howl, pero se resistió. Aquel lugar era realmente


maravilloso. Entre los arbustos y sus flores púrpuras, rojas y blancas, crecían otras


más pequeñas entre la hierba: unas rosas y pequeñas con solo tres pétalos,


pensamientos gigantes, polemonios silvestres, altramuces de todos los colores,


azucenas anaranjadas, azucenas altas y blancas, lirios y miles de clases más. En las


enredaderas crecían flores tan grandes que podrían servir de sombreros, acianos,


amapolas y plantas de formas extrañas y con hojas de colores aún más inusuales.


Aunque no se parecía mucho al sueño de Sophie de tener un jardín como el de la


señora Fairfax, se le olvidó el mal humor y dio rienda suelta a su entusiasmo.


-¿Lo ves? -dijo Howl, con un gesto de la mano y la larga manga negra que


perturbó a cientos de mariposas azules que celebraban un banquete en una mata de


rosas amarillas-. Podemos cortar montones de flores cada mañana y venderlas en


Market Chipping con las hojas todavía empapadas de rocío.


Al final de aquel sendero la hierba se volvía cada vez más húmeda y blanda. Bajo


los matorrales crecían enormes orquídeas. Howl y Sophie llegaron de repente a una


charca de agua templada llena de nenúfares. El castillo giró ligeramente para


rodearla y siguió por otro sendero a lo largo del cual se alineaban flores variadas.


-Si vienes tú sola por aquí, no te olvides del bastón para comprobar que el suelo


está firme -dijo Howl-. Hay muchos arroyos y charcos. Y no vayas más lejos por


ahí.


Señaló en dirección sudeste, donde se veía un sol blanquecino y abrasador


flotando sobre la bruma.


-Ahí está el Páramo, desierto y ardiente; es el territorio de la bruja.


-¿Quién puso aquí estas flores, justo al borde del Páramo? -preguntó Sophie.


-El mago Suliman empezó la labor hace un año -contestó Howl, volviendo


hacia el castillo-. Creo que su idea era hacer florecer el Páramo y vencer de esa


forma a la bruja. Llevó las aguas termales hasta la superficie y lo hizo florecer. Le iba


muy bien hasta que la bruja lo atrapó.


-La señora Pentstemmon mencionó otro nombre -dijo Sophie-. Viene del


mismo sitio que tú, ¿verdad?


-Más o menos -dijo Howl-. Pero yo no le conocí. Unos meses más tarde vine


yo y lo intenté de nuevo. Me pareció una buena idea. Así fue cómo conocí a la bruja.


A ella no le gustó.


-¿Por qué? -preguntó Sophie.

El castillo los estaba esperando.


-Porque se ve a sí misma como una flor -dijo Howl, mientras abría la puerta-.


Una orquídea solitaria, que florece en el páramo desértico. La verdad, es patético.


Sophie miró otra vez a las flores antes de seguir a Howl al interior. Había rosas,


cientos de ellas.


-¿Y no descubrirá la bruja que estás aquí?


-He intentado hacer lo que menos se espera -dijo Howl.


-¿Y estás intentando encontrar al príncipe Justin? -preguntó Howl.


Pero Howl volvió a escabullirse sin responder dirigiéndose a toda prisa hacia el


armario de las escobas y llamando a Michael a gritos.

EL CASTILLO AMBULANTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora