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—Ya está —dijo, y su propia voz ronca la sorprendió tanto que se rió con una carcajada seca—. Ninguno de los dos servimos para mucho, ¿verdad, amigo? Tal vez consigas volver a tu campo si te dejo aquí donde la gente te pueda ver —siguió adelante por el sendero, pero se le ocurrió algo y se dio la vuelta—. Si no estuviera condenada al fracaso por mi posición en la familia —le dijo al espantapájaros—, podrías convertirte en un ser vivo y ayudarme a hacer fortuna. Pero de todas formas te deseo suerte. Volvió a reírse por lo bajo mientras continuaba. Tal vez estuviera un poco loca, pero eso era normal en las ancianas de su edad. Alrededor de una hora más tarde encontró un palo cuando se sentó a descansar y a comer el pan y el queso. Oyó ruidos que venían del seto, a su espalda, pequeños gemidos ahogados, seguidos de tirones que hicieron volar pétalos de los arbustos. Sophie se incorporó sobre sus huesudas rodillas para escudriñar entre las hojas, flores y espinas, y descubrió que allí dentro, en el interior del seto, había un perro gris y delgaducho. Estaba atrapado sin remedio con un palo grueso que de alguna forma se había enredado con una cuerda que el perro tenía atada alrededor del cuello. El palo se había enganchado entre dos ramas del seto, de forma que el animal apenas podía moverse. Al ver la cara de Sophie, miró de un lado a otro despavorido. De niña, a Sophie le daban miedo todos los perros. Incluso a su edad se alarmó al ver las dos hileras de colmillos relucientes en las mandíbulas abiertas de aquel animal. Pero se dijo a sí misma: «Tal y como estoy ahora, casi no merece la pena preocuparse», y buscó las tijeras en la bolsa de costura. Cuando las encontró, metió la mano entre las ramas y se puso a cortar la cuerda que el perro tenía alrededor del cuello. El perro era totalmente salvaje. Intentó alejarse de ella y gruñó. Pero Sophie siguió cortando con valentía. —Te vas a morir de hambre o a asfixiarte —le dijo al perro con voz cascada—, a menos que me dejes que te suelte. De hecho, me parece que han intentado estrangularte. A lo mejor por eso eres tan fiero. Le habían atado la cuerda con fuerza alrededor del cuello, y el palo había servido para retorcerla con maldad. Sophie tuvo que esforzarse mucho para conseguir cortar la cuerda y que el perro pudiera salir por debajo del palo. —¿Quieres un poco de pan con queso? —le preguntó Sophie. Pero el perro le gruñó, se abrió paso hacia el lado opuesto del seto y se alejó—. ¡Qué ingrato! —exclamó frotándose los brazos arañados—. Pero me has dejado un regalo sin quererlo. Sacó el palo que había tenido el perro atrapado en el seto y descubrió que era un bastón bien torneado con la punta de metal. Sophie terminó el pan y el queso y se puso de nuevo en camino. El sendero se fue haciendo cada vez más empinado y el bastón le sirvió de gran ayuda. También le servía de compañero de conversación. Al fin y al cabo, las personas mayores suelen hablar solas. —Ya van dos encuentros —dijo—, y ni rastro de gratitud mágica en ninguno de los dos. De todas formas, eres un buen bastón. No me quejo. Pero estoy segura de

EL CASTILLO AMBULANTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora