Acorralados

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–¡Nos están alcanzando!– exclamó asustado uno de ellos.

–Nos han rodeado, la cueva es la única opción– propuso otra.

–No podremos escapar, no tiene salida– protestó un tercero.

–No hay zonas seguras cerca. No tenemos otra opción. Al menos podremos aguantar, quizás llegue ayuda– sugirió otro, lanzando una especie de bengala roja que se alzó en el cielo.

Nadie dijo nada más. Se refugiaron en la cueva, bloqueando la entrada con su magia, mientras los perdidos la rodeaban. Estaban atrapados, y sabían que sus esperanzas de sobrevivir eran remotas.

Llevaban años huyendo y escondiéndose. Habían llegado desde su ahora sellada tierra natal hasta allí, sin saber hasta dónde alcanzaba la corrupción. Ni siquiera sabían si ésta había engullido por completo el mundo.

Se habían ocultado en zonas seguras y escondidas, en teoría casi imposibles de descubrir. Pero quien los había traicionado también sabía de ellas, por lo que habían tenido que huir de cada una de ellas tras unos meses.

Estaban agotados y deprimidos, ya sin esperanza. No habían encontrado signos de vida, de ayuda, tan sólo de desesperación. Quizás hubieran tenido más posibilidades si hubieran dejado a los niños atrás, pero no podían abandonar a quienes habían jurado proteger, a sus propios hijos.

Todos ellos sabían que morirían allí, por lo que habían empezado a preparar un último y poderoso hechizo. Cuando llegara el fin, todos explotarían con él. Lo que no iban a permitir era que los corrompieran, o que se hicieran con lo que protegían.

Pronto, el sonido de los golpes contra los escudos empezaron a escucharse. Por suerte, la cueva era de piedra y no podía excavarse el paso hasta allí, pero sólo era cuestión de tiempo que cedieran sus defensas.

Era cierto que los seres corrompidos de la zona no eran muy poderosos, no podían compararse a ellos. Pero eran muchos y organizados, y ellos no podían recuperar el maná y energía con suficiente rapidez en aquella área.

Era una guerra de desgaste en la que, poco a poco, se iban quedando sin fuerzas. Y si bien los que no tenían que mantener el escudo podían descansar, sabían que tarde o temprano sería su turno.

–Lo siento– murmuró uno de ellos, mirando a su hija, que dormía en sus brazos.

Era un adorable niña púrpura, con dos cuernecitos apenas visibles, y que aparentaba no tener más de unos cinco años, aunque en realidad tenía bastantes más, varias decenas. Su raza era de desarrollo muy lento, necesitando unos doscientos años para alcanzar la mayoría de edad.

Llevaba un cuerda atada al cuello como si fuera un collar, con una bella joya incrustada de alguna forma en dicha cuerda. Resultaba evidente que era un trabajo precario sólo para poder colgar la gema, la cual parecía pedir a gritos un collar mucho más hermoso.

–Menxolor, no es culpa tuya– intentó animarle una mujer púrpura.

–Lo sé, pero... Prometí protegerla. Le he fallado a Cahildya.

–Todos les hemos fallado. Pero el único culpable es Cahldor.

Sin embargo, aquellas palabras, aunque ciertas, no podían consolarle. Ni a él ni al resto.

Había otros niños, casi todos durmiendo, totalmente agotados, aún más que los adultos. Aunque lo peor era la absoluta falta de perspectivas, de esperanza.

Lo único que podían hacer era resistir y presentar batalla una última vez. Y otorgar a sus hijos una muerte lo menos dolorosa posible. Por ello, cuando la batalla final llegara, los drogarían, haciéndolos dormir. Era un sueño del que no despertarían, pues morirían con la explosión.

–Ella viene– murmuró la niña entre sueños.

–Menxilya está pensando en su madre– se dijo a sí mismo.

Eso agudizó su dolor. A él, pensar en quien había dejado atrás le resultaba doloroso. Y más cuando había fallado en asegurar un futuro para su hija, y para su pueblo. Ésta era la única esperanza para ellos, aunque para él simplemente era su querida hija.

Pasaron las últimas horas despidiéndose los unos de los otros. Preparándose para la batalla final, a medida que quienes debían mantener sus escudos iban quedándose sin maná.

Miraron a sus hijos por última vez, dejándolos en el suelo, durmiendo confortablemente en el centro de lo que sería la última explosión, tapados con sus gastadas mantas. Uno a uno, sus padres les dieron el somnífero para evitar que despertaran en medio de la batalla. Pero, cuando llegó el turno de Menxilya, ella abrió los ojos.

–Ella viene– repitió.

–¿Quién? Debes tomarte esto– le pidió su padre con suavidad, acercando el somnífero.

–No sé quién es ella. Es especial. Es... Será...

Lo más natural hubiera sido pensar que la niña había estado soñando, por lo que estaba confundida por los sueños, medio dormida. Y más cuando toda aquella gente había perdido cualquier atisbo de esperanza. No tenía sentido preocuparse de las palabras de una niña somnolienta.

Y así hubiera sido si las palabras no las hubiera pronunciado precisamente esa niña. Todos la miraron, agarrándose a un último atisbo de esperanza, a una remota posibilidad.

–¿Cuándo vendrá?– preguntó el padre de un niño al que le que acababa de dar el somnífero.

–Está cerca– respondió la niña, que no quedaba claro si estaba dormida o despierta.

–¿Vienen más?–preguntó otra.

–Hay tres más.

Aquello los volvió a sumir en el desánimo. Por muy poderosos que fueran, sólo cuatro no podrían hacer nada. Había demasiados enemigos allí fuera. Sólo acabarían siendo también víctimas. Quizás siendo corrompidos.

–¿¡Qué es eso!?– exclamó uno de los que mantenían el escudo.

Todos miraron hacia la entrada, donde podían verse varias figuras oscuras golpeando los escudos, debilitándolos. Y, en una de ellas, algo brillaba.

–¿Una flecha brillante?– sugirió uno.

Pero antes de que alguien pudiera confirmarlo, otras tres flechas atravesaron a los seres que los amenazaban, una de ellas también brillante. Las otras dos apenas eran visibles, excepto un extraño brillo en la punta que pronto desapareció, al incrustarse en sus enemigos.

Un instante después, llegaron más de esas flechas. Y más. Pronto, uno de los seres corrompidos desapareció. Y otro más no tardó en hacerlo. Y el siguiente poco después. Lo más extraño era que ningún otro tomaba el relevo, como había sido lo habitual hasta entonces. Nunca les daban tregua.

–¿Qué está pasando?– se preguntó una en voz alta.

El resto se miraron, incapaces de encontrar una respuesta. Preguntándose si debían salir a ayudar a quienquiera que estuviera allí. Preguntándose si realmente eran cuatro.

–Ha llegado– anunció la niña, antes de caer en un profundo sueño.

Regreso a Jorgaldur Tomo II: la arquera druidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora