Planes, victorias y fracasos

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El vampiro alzó los ojos de los documentos. Después de tantos años, no había logrado encontrar a alguien como Krovledi, ni siquiera ninguno de sus otros hijos era comparable.

La había encontrado, elegido, convertido y nutrido su crecimiento con sumo cuidado. Era muy importante para él, por lo cual incluso le había proporcionado un valioso artefacto que le permitía huir en caso de extremo peligro. A pesar de ello, había muerto.

Faltaba sólo un poco más para convertirla en el sacrificio idóneo que le serviría para recuperar su poder. Le había hecho creer que podía transformarse en una vampiresa ancestral y escaparse de su dominio, incluso oponerse a él. Poco sabía ella que todas las pistas que con gran esfuerzo había logrado reunir habían sido colocadas por su padre.

Sin embargo, una y otra vez, algún visitante habían estropeado los planes de Krovledi y, por tanto, de Kan Golge.

Las investigaciones habían concluido que tres visitantes eran los culpables de su muerte, aunque no sabía el cómo ni si habían actuado solos. Sólo sabía que la vampiresa los había provocado, matado a un compañero, y ellos se habían vengado.

Sospechaba que alguno de ellos tenía alguna forma de impedir que escapara, aunque ya poco importaba.

–Cuánto odio a esos visitantes– murmuró.

De hecho, tiempo atrás, había reclutado uno, que había puesto bajo el mando de su fallecida hija. No obstante, éste había sido derrotado por otra visitante, la misma que había eliminado a uno de sus hijos y convertido en la Reina de Sangre, algo que le molestaba bastante.

El Reino de Sangre había sido suyo en el pasado, y aún lo consideraba de su propiedad. Hasta unas decenas años atrás, lo había dominado entre las sombras a través de sus hijos, haciéndolos enfrentarse entre sí. Ahora, unos habían muerto, y otros visto forzados a escapar.

Si supiera que Gjaki también tenía que ver con la muerte de Krovledi, igual hubiera puesto todos sus esfuerzos en acabar con aquella amenaza. Ahora no la consideraba como tal, tan sólo una molestia de la que deshacerse si se daba la ocasión.

Su principal objetivo tras cientos de años seguía siendo recuperar su poder, pero hasta ahora ninguno de sus planes había dado frutos.

Había logrado con éxito doblegar a los Guardianes del Norte, incluso corrompido sus tierras y expandido dicha corrupción. Pero había fallado en su principal objetivo, hacerse con el Corazón de la Llama Eterna.

Sospechaba que se encontraba en la ciudad sellada de los guardianes. No había imaginado que tenían aquel as bajo la manga, y tampoco su peón le había advertido. Había estado tentado de matarlo sólo por ello.

Todos los esfuerzos por entrar habían sido en vano durante cerca de cien años, a pesar de estar el lugar rodeado por la corrupción. Se preguntaba si lo lograría alguna vez.

Su otro plan, con Krovledi, también había fracasado. Aunque ninguno de ellos había sido un golpe tan duro como el fracaso de su más ambicioso proyecto. Había hecho uso de un antiguo mal que pretendía absorber. Su objetivo era debilitarlo en una guerra contra los guardianes, contra las fuerzas de Jorgaldur. Una vez logrado, pretendía hacerse con el poder de aquel mal ancestral, a la vez que debilitaba a sus enemigos.

Sin embargo, los guardianes habían optado por una estrategia tan inesperada como efectiva. Habían invitado seres de otro mundo, poseedores de un poder peculiar capaz de enfrentarse a las fuerzas de aquel mal. Eran los visitantes. Los odiaba.



–¿Menxilya? ¿Pasa algo?– la llamó su padre.

Aquello la sacó de su estupor. Había estado mirando hacia el bosque, de hecho, mucho más allá. Se volvió con una sonrisa.

–Sí. Tres destinos se han unido en uno. Falta menos– aclaró ella.

Él la miró y asintió. Tenía que decírselo al resto, aunque no había prisa. Por el momento, sentía la necesidad de abrazar a su hija.

Desde la llegada de aquel visitante, habían recobrado la esperanza, pero también el miedo. Ahora que la profecía se había parcialmente cumplido, sabían que por fin podrían contar con los medios para luchar. Lo que no sabían era si podrían ganar.

La tentación de quedarse donde estaban, en la seguridad de la aldea élfica, y seguir con sus vidas, era grande. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, no podían olvidar a quienes habían dejado atrás. Ni la humillación de abandonar su hogar y ser perseguidos durante años.

Ni uno solo de ellos se había dejado tentar, todo lo contrario. Desde aquella visita, habían vuelto a sacar sus armas, afilarlas de nuevo, pulir sus armaduras, volver a practicar sus hechizos. Pronto necesitarían usarlas. La batalla final se acercaba.



–Así que finalmente ha aceptado– se congratuló Ricardo.

–No sólo eso. Dice que conoce a tres visitantes más que podrían estar interesados– aseguró Elsa.

–¿Podemos fiarnos de ella?– dudó él.

–No. Tendremos que vigilarla. Quizás matarla cuando todo acabe. Lo que es seguro es que no dudará en matar a Eldi Hnefa. Ya ha matado a otro visitante antes– aseguró ella.

–¿Qué quiere a cambio?– preguntó Ricardo.

–Esclavos. Quiere que le enviemos diez al mes. Es fácil adivinar para qué– explicó Elsa con cierto disgusto.

–Resulta tétrico, pero es mejor que perder otro artefacto. Además, así mantendremos un contacto con ella. Siempre es mejor que tenerla de enemiga– razonó él.

–Siempre y cuando salga viva de aquí– amenazó ella con una sonrisa siniestra en sus labios.

Él asintió, tomando de nuevo nota mental de estar siempre vigilante. Elsa podía ser extremadamente peligrosa. Tenía que hacer lo posible para no convertirse nunca en su enemigo.



–Así que papá se ha encontrado con sus amigos...– se alegró Líodon.

–Eso ha dicho mamá. Tenemos que ir a verla. Ya sabes cómo está– le pidió Lidia.

–Claro. Pero primero tendríamos que terminar con esto– señaló su hermano.

Ella miró y asintió. Su rostro se tornó serio y concentrado. Sus invitados habían llegado.

Un destacamento de más de cien soldados santos apareció poco a poco en el camino, hasta ahora ocultos tras una pronunciada pendiente. Escoltaban un carro en el que había varios prisioneros, a la vista de todos, encadenados.

Esos prisioneros se suponía que eran herejes. Se suponía que eran llevados a las tierras de la iglesia para convertirlos, para salvarlos, pero la verdad era otra. Eran esclavos sin ningún tipo de derechos, raptados de sus casas con la excusa de la herejía. Puede que incluso sus familiares hubieran sido asesinados.

Hasta ahora, la iglesia había actuado con total impunidad, cada vez más atrevida, corrupta. Con fuertes lazos con nobleza y realeza, se apoyaban mutuamente en su tiranía. Nunca hubieran podido esperar que un destacamento tan poderoso simplemente desapareciera sin rastro, así como su cargamento.

Eran soldados poderosos, pero la emboscada había sido minuciosamente preparada. Incluso en la iglesia, había rebeldes, gente que no podía soportar en qué se había convertido. Gracias a su información y ayuda, los soldados santos, fieles a la jerarquía corrupta, no tuvieron ninguna oportunidad, siendo atacados desde dentro y desde fuera.

Regreso a Jorgaldur Tomo IV: ReencuentroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora